Capítulo 25

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Cuando Dustin soltó el cuello de la camisa de Ángelo, entendió que le había dado la razón en todo lo que le dijo dentro de la cantina. Había soñado que se iba a estrellar otra vez contra el mismo muro, pero con la ilusión de aprender algo distinto y no lo que la vida le sitió antes de los más recientes acontecimientos. Pensaba que la noche sería como cualquiera en la que entraba por la puerta y los hombrecillos se quedaban atónitos. Así fue al principio. En el lapso que se detuvo para observar todas las mesas se dio cuenta de que no había nadie que no estuviera examinando su imponencia, a excepción de uno. En lugar de alegrarse por los demás, se mostró confundido por el rechazo visual del canino. Supuso que no se había dado cuenta de su llegada. Creyó que era una gran oportunidad para acercarse y convencerlo de pasar una noche con él en su casa.

Ustedes ya saben lo que pasó después.

Ninguna de las dos partes quería recordar lo que aconteció hace unos minutos, por lo cual se dieron la mano para formalizar su confianza. Evidentemente, Dustin tenía problemas para organizar sus diálogos sin que sonara como un estúpido. Las acusaciones de Ángelo fueron ciertas. Le costaba elegir sus frases para sentenciar que necesitaba ayuda y que estaba harto de sentirse confundido y miserable. El canino lo tranquilizó diciéndole que afuera de una cantina no era el mejor lugar para conversar algo tan delicado. Por ello, le hizo una invitación para que lo acompañara a tomar un café. «Encontraremos algo abierto por ahí», comentó. «¿O tienes otro lugar en mente?». Pero Dustin sacudió las manos y le dijo que no tenía inconveniente en ir a donde él quisiera.

Los dos tenían carro. Sin embargo, Ángelo se ofreció para llevarlo en el suyo propio y traerlo de vuelta a la cantina para que el oso pudiera regresar a su casa. Acordado el plan, fueron a la calzada Colón y avenida Morelos. En ese punto, la vida nocturna ignoraba los límites. Había un desfile de jóvenes soberanos con visiones amplias de amor intrépido. Dustin la conocía, pero no estaba seguro de querer ir allí. Llamaba la atención de las chicas y eso lo ponía muy incómodo. Ángelo se mostró comprensivo con él y le dijo que le pasaba lo mismo en la universidad. No tuvo otra alternativa más que digerir el acoso. Para Ángelo, era imposible no ser acorralado por la cacería femenina. También mencionó que esas eran las consecuencias de ser hombres atractivos. «La Madre Naturaleza no nos habría hecho así sin saber que encontraríamos la forma de enfrentar al mundo», comentó antes de que se apearan. Dustin lo escuchaba convencido. Era como seguir al explorador de un bosque que lo auxiliaba en su salida hasta las praderas. Dustin estaba inquieto. Las chicas lo miraban con avidez. Estaba claro que el sueño de toda jovencita era involucrarse con agentes del ejército mexicano. Las historias que contaban sobre ellos las convencían de cometer grandes locuras que iban desde fugarse de sus hogares, hasta permitir que se las compartieran entre los integrantes de las escoltas. El úrsido recordaba frecuentemente lo que hizo en la Policía Federal Mexicana, lo que consiguió asociándose con Francisco Herrera, el comisario municipal de la Ciudad de México; cómo de repente estuvo rodeado de las mejores mujeres en la ciudad para satisfacer los vicios del corazón. La memoria de esos eventos no dejaba de perseguirlo. El resultado se incrementaba cuando deambulaba por la vía pública. Por ello, a pesar de haber conocido a Ángelo hace apenas unos minutos, Dustin lo enaltecía. Se veía ligero, despreocupado. No paraba de sonreír. No quiso indagar en el motivo que orilló al canino a buscar respuestas en el alcohol. Intuyó que no era importante en ese momento. Cuando Ángelo notó que la gente lo molestaba, se puso a su lado. «No te quedes atrás o terminarás muerto», le dijo a modo de broma. Eran las 10.15 de la noche cuando llegaron a Kingans. Tuvieron el tiempo suficiente para presentarse cordialmente y charlar de las vaguedades que los apremiaban hasta ese día. Lo que más llamaba la atención de Dustin en ese momento eran las conjeturas acertadas que Ángelo sin dudarlo le dijo a la cara. Seguramente estaba enojado por el mismo motivo que lo hizo visitar la cantina. Tal vez quería estar solo, tener un espacio para dispersar la cabeza, o quizás lo despidieron de su trabajo. «Me encabronó que me tomaras como un cualquiera», le dijo al prepararse un café con el sustituto de crema que estaba sobre la mesa. Fue entonces cuando el úrsido decidió disculparse con él y pedirle que lo olvidara, a lo que Ángelo le dijo que no importaba. Desde el día que Carlos y sus amigos renunciaron a su puesto, antes de que se publicara en el Diario Oficial de la Federación el vigor que promulgaba el nuevo régimen de la Guardia Nacional, Dustin tuvo muchos problemas. No hubo nadie que lo siguiera aconsejando en este trayecto tan incierto. Derivaba como en la fábula del cordero y los lobos errantes que le contaban en la primaria. Rogaba a La Madre Naturaleza que Ángelo fuera su pastor y lo guiara entre los pedregales y los espinos.

La notoria diferencia que existía entre los dos fue innegable en el momento que ordenaron algo para beber. A Ángelo le pareció excitante que el oso pardo diera tragos profundos a su botella de cerveza, mientras que Dustin se derretía de ternura cuando el canino daba sorbos a su tacita blanca de café. Eran dos lados opuestos mirándose con disimulo. Dustin era el más inseguro. Admiraba el sutil comportamiento de Ángelo y la forma en la que establecía un sólido contacto visual alejado de las complicaciones, sin tapujos y capaz de quebrantarlo sin decir nada. Además, sus movimientos eran calculados y de un carácter dulce y honesto. «Eres un santo», le dijo. «No nos parecemos en nada». Pero Ángelo, después de poner la taza en su lugar, no pudo evitar reírse de su comentario. «La santidad me condenó», respondió suavemente. «No te ofendas, pero lo que necesito es pervertirme». El oso pardo advertía una perspicacia seductora. Era exacto con sus oraciones y manejaba muy bien el lenguaje hablado. Pronto concluyó que Ángelo no era cualquier tipejo de la calle, sino alguien desigual.

—Podría escucharte hablar todo el día —comentó el oso pardo mientras Ángelo le departía un repertorio preciso y diligente de lo que fue su experiencia como homosexual de clóset. Tenía las piernas cruzadas y reforzaba sus difusiones con las manos—. Me sorprende que no hayas perdido la cabeza y aun así puedas comunicarte de esa manera.

—Nunca he estado loco —respondió—. Pude ahogarme en el alcohol o en las drogas. Pero no fue así. Soy un sobreviviente.

La noche fue maravillosa. A Dustin le agradó su compañía y tuvo el presentimiento de que iban a llevarse bien. Contrario a lo que quiso en un principio cuando se sentó a su lado en la barra de la cantina, el oso pardo perdió el apetito sexual, o resultó disminuido considerablemente al despedirse. La premisa nueva era construir una relación basada en la comunicación y el romance. Aún lo deseaba. Sin embargo, Dustin no quiso masturbarse en la cama. Tampoco quiso imaginar lo increíble que sería si estuvieran solos encerrados en su habitación. En su lugar puso las manos detrás de su cabeza, cruzó los pies y miró hacia el techo por un rato. Respiraba tranquilo. Había una sensación de lucidez en su mente, un confort cálido en su pecho que lo hizo olvidar las noches salpicadas de lágrimas y adueñarse de la parsimonia nocturna, aquella en la que sólo hombres como Ángelo podían regocijarse sin acarreos. Dustin quería lo que Ángelo había conseguido. Aquello que lo alegraba de esa manera tan digna y virtuosa. Lo ilusionaba tenerlo en su poder y conseguir la verdadera libertad que tanto necesitaba. Por eso programaron una segunda cita para conocerse mejor y virar su relación hacia el lado correcto.

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