Capítulo 11

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Ángelo despertó antes de que sonara la alarma de su celular. Fueron treinta minutos de un espeso silencio que lo hicieron divagar en un remolino de relámpagos y nubes gruesas. En esos días en los que la cápsula de la angustia derramaba descontroladamente su contenido como un absceso rodeado de tejido muerto, prefería dejarse vencer. Esos demonios que esclavizaron toda su juventud lo indujeron en un desangrado perpetuo. Finalmente se había familiarizado con el calvario. Ya no ponía impedimentos a sus ataques, no como antes. De ese aspecto horrible y acongojante; de dientes acerados y angulosos cuernos, ahora había adquirido un trato formal y delicado que controlaba todo su cuerpo. Bastaba un susurro, una advertencia que sentenciaba el listado de los eventos para el certamen. Ángelo tomaba el papel protagónico. Escribía todos los actos de su representación. Anteriormente había sido víctima de los creativos giros argumentales de la hueste. Pero, de pronto, apareció sentado en una mazmorra, con pluma en mano, tintero, aprehendido entre resmas y grilletes oxidados que amordazaban sus articulaciones, figurando como la mente maestra que estaba detrás de sus infortunios.

Era lo típico.

Los mismos episodios.

Un guion reciclado una y otra vez.

No se puso nervioso. Ángelo estaba seguro de que era un asunto momentáneo. Las batallas de esta guerra interminable en su interior no erigían una victoria merecida, sino un empate abyecto. Ese era el motivo por el que se levantaba de la cama y abría las cortinas de su balcón desprovisto de su ropa interior, dándole la bienvenida a la luz azul de una madrugada tardía. Vivía en un departamento lujoso ubicado en Residenciales Senderos, a las afueras de la Ciudad de México por la carretera San Pedro. Ver las llanuras del desierto apareándose a lo lejos entre los confines del cielo y la nubosidad prematura era parte de su rutina de esparcimiento. Había logrado la gerencia y por ello gozaba de un sueldo exorbitante que lo categorizó entre los hombres más afortunados del credo. Las paredes eran de un blanco brillante, altísimas. Se podía respirar un aire refrescante, dimensional, con mobiliarios acogedores y aclimatados que lo invitaban a agradecer por las buenas dádivas. Otra cosa que lo ayudaba era el ejercicio. Tener que concentrarse en la ejecución perfecta de sus movimientos ablandaba momentáneamente todo ese lodazal asqueroso que descansaba en su subconsciente. Lo excitaba hacerlo desnudo. Por ello no divagaba después de haberse incorporado. Hacía flexiones, sentadillas y  abdominales; una rutina de pesas en su gimnasio personal y después treinta minutos intensos en la caminadora. Todo junto le propiciaba la serotonina necesaria antes de desplomarse en la noche sobre las sábanas, quedarse dormido y soñar que era violado por brigadas espectrales de ojos rojos. Además de la inevitable obligación de querer mostrarse integro ante todos los mundos, su homosexualidad había evolucionado. Nunca dejó de hacerlo, pero adquirió vida propia desde aquel día que dejó la casa de sus padres. No había nadie que lo pudiera juzgar, nadie que lo pudiera acorralar entre los filos de la culpabilidad y la moral. Había conseguido la libertad que tanto soñó, que tantas lágrimas le hizo brotar. Esta era la nueva trinchera desde la cual avistaría las falacias del adoctrinamiento dogmático para cagarse en sus bocas.

Él era finalmente quien diría la última palabra.

Al termino de sus ejercicios, venía su parte favorita: el placer. Sí, ese goce con sabor a gloria, la dicha que estimulaba el largo camino hasta las profundidades de su satisfacción. Con el cuerpo sudado por el esfuerzo, fue hasta la cómoda que estaba a un lado de su cama y abrió el último cajón. Tomó el bote de lubricante que había comprado y aquel juguete de silicona que cumplía con las características fálicas esenciales. Era rosado, venudo y de una trayectoria mayúscula y engrosada. Una vez en su poder, se sentó en la cama y escampó las piernas. Untó unos cuantos chorros de lubricante en sus manos y se estimuló rápidamente. Uno, dos, tres, hasta cuatro dedos para prepararse bien y disfrutarlo. Escuchaba el cremoso chasquido humedeciendo el zaguán, enrojeciendo las paredes del interior. Con las rodillas hacia su pecho, y una vez alcanzada la exposición adecuada, Ángelo utilizó más lubricante para bañar el cuerpo esponjoso de su acompañante. Una vez listo, lo apuntó veloz para deslizarlo sin la menor dificultad hasta los bordes. En aquellos momentos, Ángelo perdía la noción de la vida; se olvidaba de los pormenores, del afán; de la tristeza y el desengaño. Sus ojos alborotados por el choque; sus gemidos afeminados por el recorrido pendular y el vaivén de un cuerpo extraño desfigurándolo en un solaz frenesí lo obligaba a posicionarse indiscriminadamente por toda la cama. Ubicaba puntos en su interior que lo reavivaban, que lo hacían lograr el orgasmo. No hallaba las palabras correctas para describir su alegría al colocarse en cuclillas y propiciar sentones arrebatados sobre el colchón, sosteniendo su cuerpo con ambos brazos al mismo tiempo que agitaba la lengua como energúmeno. Pero la diversión no acababa allí. En el baño de su habitación guardaba otro juguete de color beis, idéntico al que usaba en la cama. Sólo que el primero estaba adherido permanentemente a uno de los muros de la regadera, a una altura exacta para que ya no tuviera que volver a hacer el cálculo. Lo usaba mientras enjabonaba sus miembros, al untarse el champú, al enjuagarse. Su intención era adiestramiento para que ya no le ardiera. Tras varios años de intensa labor, lo había conseguido. Sin embargo, el deleite permanecía en su misma naturaleza, al igual que la culpa. La batalla mortal entre ambos especímenes que se libraba diariamente en su alma daba luz al morbo, la hueste más poderosa, la que lo seducía y lo hacía cometer sucias locuras.

La que lo hizo ir por más.

Su suerte dio un vuelco aquella noche en que creyó que todos se habían largado de la oficina. Ángelo acababa de responder algunos correos electrónicos en el instante que fue visitado una vez más por la perversión sexual. Ese súbito deseo pringado de lascivia que lo hizo cerrar su laptop y entrar al sanitario de hombres. Debían ser como las once y media de la noche. No se encontró con nadie en el trayecto. Los cubículos estaban asolados, envueltos en tinieblas. Asió otro consolador que guardaba en uno de los cajones de su escritorio. Al entrar, el canino se quitó el saco y se desfajó. Al llegar a las mamparas, desabrochó su cinturón y bajó sus pantalones. Levantó la falda de su camisa y despejó la vista. Estaba durísimo. No aguantaba las ansias para desahogarse, así que empezó a trabajar en ello. Colocó a su querido amigo sobre la tapa. Hizo presión hasta sentir el frío de la superficie. No demoró mucho. Creyó que sólo había hecho un desastre en el piso y en las paredes del sanitario, pero no fue así. Al abrir los ojos, vio a uno de sus supervisores parado frente a él: una cabra de pelaje blanco cuyos cuernos formaban una curva peculiar hacia la zona de las orejas; alto, promedio, de cuarenta y cinco años, con las piernas salpicadas de esperma. Su esperma. Ángelo sintió morirse de la vergüenza. Estaba petrificado, inmóvil. La mirada de espanto ante la impasibilidad de Tomás hizo que perdiera la poca excitación que quedaba en su interior.

«Yo...» Trató de decir el canino. Se olvidó del juguete que descansaba todavía dentro de su cuerpo. Sin embargo, aquel sujeto no se veía iracundo.

—Con que... —dijo Tomás al embarrar uno de sus dedos con el esperma de Ángelo. Lo puso delante de sus ojos y lo miró minuciosamente— tú también lo eres.

No lo comprendió.

«¿D-disculpa»

—Eres gay —dijo antes de meter el dedo en su boca y saborearlo. Era dulce. No se dejó engañar por el olor a lodo.

«Eh...» No podía hablar. Parecía un muchacho bobo siendo molestado en los baños por el bravucón de la escuela. «¿Cómo que... también?»

—Sí, quiero decir —se recargó en la mampara. Sonreía despreocupado. Admiraba sus atributos naturales—, a uno jamás se le quita lo joto. Nunca. Yo lo sé porque también soy parte del juego, Ángelo. Entiendo esto que estás... haciendo.

Ángelo había tenido el privilegio de conocer a su esposa una vez que fue a trabajar a su casa. Era padre de dos hijos varones. Aquel día, Tomás habló de ella como si fuera una diosa. La amaba. Eran un matrimonio feliz, congregado. Nunca imaginó que fuera... de los suyos.

—Pero estás... —quería entenderlo— Estás casado, ¿no? ¿Cómo es que...?

—¿Y eso qué? —se acercó a él después de haber atrancado la puerta— ¿Crees que soy el primer hombre que finge un matrimonio? Heh...

Ángelo percibía la silueta de su miembro impregnándose en su pantalón. Tomás reparó en ello y le dijo:

—¿La quieres o qué?

El canino elevó la vista hacia la barba blanca de su mentón, hacia esos ojos cafés que lograban comunicarse con su espíritu. La adrenalina era pura, inmaculada. Fue por ella que de forma involuntaria bajó el cierre de sus pantalones para desenredar su apelotonamiento y dilucidar por fin la virilidad, el olor íntimo y arrinconado de un hombre, su delgado recubrimiento retraído de forma natural.

¿Así había imaginado la primera ocasión?

No podía recordarlo con exactitud.

No quiso recordarlo.

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