Como en un juego de búsqueda y rescate, las prendas femeninas que Bárbara dejó en el camino fueron las pistas claras que lo condujeron hasta su habitación. Primero halló la sandalia derecha junto a la mesita de entrada. Allí estaban las llaves de la casa, un bolso negro y una fotografía de sus padres. Unos metros más adelante encontró la sandalia izquierda cerca del comedor. Era rústico y tenía un florero verde en el centro. A continuación, en la parte central de un pasillo, dio con los pantaloncillos cortos. La puerta del patio permanecía cerrada hasta el final. Se tomaron la molestia de decorar los muros con pinturas abstractas y retratos familiares. Por último, localizó la blusa colgando del picaporte de una puerta marrón. Ángelo la revisó con sus manos. Era blanca. Tenía un dibujo de flores rosadas en el estampado. Acto seguido observó la puerta. Bárbara estaría allí dentro. Intuyó que lo único que llevaría puesto sería su ropa interior, ya que no la encontró por ningún lado. Colocó la mano en la perilla y accionó el mecanismo. Hubo un quejido, después la luz de una lámpara de noche alumbrando el ambiente de forma parcial. Entonces la encontró parada junto a la cama. Tenía las manos en la espalda, tan inocente como una virgen. Su cuerpo desafiaba la gravedad. Evaluó todas sus curvas antes de detenerse a pocos metros de ella. Sus perlas erguidas pigmentaban un rosado pastel vívido y poderoso que combinaba perfectamente con la blancura de su sonrisa y su cabello ajustado.
Todavía traía puesta su ropa interior.
—¿Cómo estás? —le preguntó a Ángelo.
—Estoy bien, gracias —respondió—. Fue muy creativo despojarte de tu ropa por toda la casa.
—Qué bueno que lo disfrutaste. Siendo sincera, lo pensé en el momento.
—Pues te salió bien —la felicitó—. Me pareció excitante.
—Eso era lo que quería que sintieras.
Bárbara giró su cuerpo y se inclinó para retirar el último vestigio de su ajuar. Por primera vez en su vida, Ángelo apreció la mayor tentación que un hombre podría tener. El espacio se curvó por escasos segundos antes de que la arrojara a un lado y se incorporara nuevamente. Lo encaró. Ángelo pudo ver, más abajo, el afelpado y siniestro triángulo, peligrosamente dibujado entre sus muslos. El canino la miraba cuidadosamente. Loaba su energía, el delicado olor del apogeo sexual y la feminidad; de querer ser adiestrada en los mandamientos del placer y el deseo, del brutal sometimiento primitivo. Estaba ansiosa. No dejaba de morder su labio inferior y de frotarse las puntas. Al recrear el cuerpo desnudo de Ángelo en su imaginación, experimentaba una ferocidad por entregarse en sus brazos.
Sin embargo, Ángelo estaba inmóvil.
—Eres perfecta —le susurró—. Eres la mujer más hermosa que he visto.
—Si eso es lo que crees, tómame y hazme tuya —imploraba la fémina.
Lo agarró de la camisa para desabrochar sus botones. Viajó de uno en uno hasta llegar a la zona del vientre. En ese momento, lo descubrió de los hombros y pudo dilucidar su armadura. «¡Oh!» Manifestó al acariciarlo como un trofeo. «¡Oh, Ángelo!» Lo abrazó para olfatear ese hirsuto aroma que se desprendía de él. Ángelo sostuvo su torso. No dejaba de tener una mirada de espanto, de la inminencia por el horror del descubrimiento. «¡Oh, Ángelo! ¡Te he deseado por tanto tiempo!» Decía entre jadeos. «Quiero... quiero que... ¡Quiero sentirte dentro de mí!». Quitó su cinturón y lo tiró al suelo, al igual que su camiseta negra. Era extraño para él sentir la esponjosidad de sus tetas apelotonándose en sus costillas. El avivado calor de su cuerpo fulminaba sus agonías, su propia voluntad para huir del sobrevalorado predicamento varonil. Ángelo movía sus dedos encima de su pelaje, en especial sobre la ínfima longitud de su cintura acortada, la cual desembocaba en voluptuosos glúteos que invisibilizaban el largo infinito de sus piernas. Debía relajarla para que no ocurriera un accidente. Las probabilidades de que Bárbara le diera un rodillazo en la entrepierna en un ataque súbito de sulfuración eran incalculables. Ignoraba la naturaleza de sus enojos. Eso era lo que más le estremecía las entrañas. Por ello dibujaba caricias en la parte de arriba de sus pompas. Esa sensación la electrificaba hasta la punta de sus extremidades, donde los huesos conocen el espíritu, donde su singularidad tenía cabida. Bajó sus pantalones. Tensó la piel al sentir la calidez de sus dedos mezclándose entre sus genitales, descubriendo el precio elevado de su virilidad colgando como maroma recién desatada. Bárbara lo palpó un par de veces antes de advertir el adormecimiento. De pronto, la llama se había reducido a rescoldos cenizos. Al ver su pálido rostro, se preocupó.
—¿Estás bien? —apenas se había endurecido un poco— No estás...
—Lo sé —respondió rápidamente—. Tengo que decirte algo, Bárbara... Y no te va a gustar, créeme.
El tono de su voz la había alertado. Ángelo la sujetó de los hombros y la miró a los ojos. Estaba a punto de quebrantarse, o eso fue lo que intuyó al percatarse del brillo incipiente.
—¿Qué pasa? Dime.
—Yo... no soy... el hombre que tú crees.
—Por favor, eso ya lo sé —respondió tocando su pecho—. Eres un hombre dulce, diferente. Lo he sabido desde que te conocí. No tienes que sentirte avergonzado. Eres especial para mí.
«N-no, no, Bárbara,» replicó. «Estás equivocada, yo no... Yo...»
—¿Qué te pasa? Me estás asustando.
Antes de implicarse en esta jugarreta, y tras haber visualizado aquel horrible desenlace en el que por fin se enteraría de su sexualidad, olvidó lo difícil que sería sacarlo de su boca. Fue sencillo enmarañar una situación en la que, al escucharlo, habría lágrimas, impotencia, ajetreos nerviosos y mentadas de madre; pero faltaba la parte de la confesión, del sinceramiento autónomo e irrepetible; ese instante en el que la verdad y la mentira colisionarían hasta morir. Esta sería la primera ocasión en la que develaría sus gustos, en la que hablaría de su propia naturaleza; en la que confesaría el motivo de su sacrificio y humillación permanente.
¿Sería apropiado revelarlo a pocos instantes de acostarse con la chica más hermosa de la universidad?
¿En verdad estaba listo?
¿No había otra salida?
¿Un pretexto?
¿Otra mentira más?
ESTÁS LEYENDO
Todas las sensaciones
Ficción GeneralUn prodigioso estudiante de Literatura se ve envuelto en una serie de infortunios sexuales que le impiden desarrollarse oportunamente ante la sociedad que lo rodea.