Lo que se había escrito hasta ahora dejaba en claro que Dustin ya no era el mismo de antes. El terreno estaba preparado para la siguiente fase de su metamorfosis. Sólo necesitaba un elemento esencial que fijaría el curso perfecto de su destino. Su ilusión se apoyaba en encontrar a alguien que pudiera lidiar con los residuos de sus defectos. Esa era la única manera en la que todos podían ser amados, el sacrificio al que cada una de las personas estaba condenada desde el día de su nacimiento. Sus pesadillas sexuales cambiaron abruptamente. Ahora habían adquirido una funesta condición que no se hallaba bajo su dominio, sino en la de los valientes de afuera dispuestos a escalar la reforzada muralla de su imperfección y resguardarlo por primera vez de sus propios monstruos. Monstruos de trajes rojos y corbatas negras, zapatos marrones de punta y alas afiladas. El combate no debía ser digerido a través de empellones o insultos. El arma más poderosa descansaba en la mente. Su filo era la lengua y su vestido la calidez incomparable de su dentadura. En itinerarios como estos, la armadura y el escudo eran desechados, al igual que los yelmos y las espadas de borde dual. De pronto, el discurso era potenciado. Cada sílaba era capaz de derretir el hielo. Cada oración deshacía las montañas. Los metales eran atravesados con el impacto del argumento y los corazones cauterizados se volvían como la carne ante la sensación de la verdadera confianza. En esta ocasión, Dustin se había puesto nuevamente aquel atavío falso, el ajuar pretencioso con el que Ángelo lo conoció por primera vez. No quería que lo viera como el hombrecillo corto de amor propio, sino como una persona que aprendió a entrever su comportamiento lo suficiente como para develar en ese momento los esenciales rasgos de su espíritu, aquellos que lo cuidaban de la muerte y le daban luz verde para volverse asertivo, denigrar a los débiles y zanjar un ímpetu que sembraba respeto en sus semejantes. Y es que Ángelo había sido la causa que requería urgentemente para quitarse de encima la putrefacción que toda su vida lo mantuvo ahogado en su propio vómito. No sabía cuánto iba a durar la epifanía, pero iba a aprovecharla para hablarle sobre su enamoramiento.
Si es que en realidad era amor.
Aun con toda esa inspiración en las venas, no era suficiente para que Dustin dejara de estar preocupado. La noche anterior tuvo el presentimiento de que Ángelo se había hartado de él y que lo haría a un lado en cualquier momento. El canino era de un intelecto inalcanzable. Sus diálogos debían ser entendidos por entes de hábitos académicos. Personas con conciencia activa, no por hombres atolondrados. Si le contaba sobre sus sentimientos, ¿cuál sería su reacción? Admitía que lo aterrorizaba ser rechazado. Por la forma en la que Ángelo utilizaba términos absolutos durante sus pláticas, escucharlo decir «no» bastaría para elevar una ola de emociones deprimentes. Esa sola palabra sería suficiente para encubrir un discurso, sobre todo viniendo de una persona que resultaba haber memorizado el diccionario de la Real Academia Española al derecho y al revés. Por alguna razón, el museo era un sitio oportuno para pedirle ayuda. Era confortable, fresco y de un ambiente familiar y discreto. Podría haber elegido otro lugar más común como un restaurante, pero prefirió hacerlo en una locación que les brindaría la oportunidad de ovacionar el arte de todas las épocas. Las imágenes aclaraban la mente. Si en algún momento sus pensamientos se entorpecían, una vista rápida hacia algún cuadro cercano disiparía la neblina para responder de alguna manera. De entre los dos, Dustin era quien tenía que medir bien sus declaraciones. En momentos así, Ángelo nunca perdía la ventaja. Las pocas ocasiones en las que el úrsido creyó tener la razón al discutir sobre algo en específico, el canino arremetía con un argumento que se sostenía por sí mismo bajo su propia lógica. Ignoraba si tenía la misma especialización en otros temas como el amor y el afecto.
Estaba ansioso por averiguarlo.
Mientras caminaban por los corredores, Dustin admitió sus miedos. Fue claro y conciso. No quiso dar rodeos. Podía sentir la epifanía vibrando en sus labios, en la punta de sus dedos y en el pelaje de su espalda. Lo más indicado era usarla como el potenciador que había estado necesitando desde que aprendió a enfrentar a sus demonios por separado. «Ayer me dijiste que tenía que esforzarme más», decía con la mirada hacia el suelo. «Independientemente de la intención con la que me lo hayas dicho, algo se movió dentro de mí. Al regresar a casa, después de haberlo meditado durante el trayecto, caí en la cuenta de que tal vez me tenías lástima y que te alejarías de mí por falta de interés». Ángelo alzó las cejas rápidamente, pero no lo quiso interrumpir. Lo veía enfocado. Hablaba con una voz que lo recordaba a la noche en que lo conoció por primera vez, pero con un sonido más determinado. «Está claro que no soy como tú, y quizás nunca lo seré, pero estoy dispuesto a intentarlo». Esta vez, Ángelo se detuvo. Dustin tardó un par de segundos en advertir que se había quedado atrás. Dio media vuelta y se miraron frente a frente. El canino arrugó el entrecejo. El úrsido no dijo nada más. Temió que Ángelo de pronto hablara. Nadie les prestaba atención. Ocupaban el tiempo en sus intereses propios. Ambos permanecieron quietos unos segundos antes de que Ángelo le preguntara a qué se refería exactamente con intentarlo.
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Todas las sensaciones
Genel KurguUn prodigioso estudiante de Literatura se ve envuelto en una serie de infortunios sexuales que le impiden desarrollarse oportunamente ante la sociedad que lo rodea.