Capítulo 12

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Tomás Gallardo era uno de los supervisores responsables de la gestión y el control de las líneas de producción de la fábrica. A su cargo estaban 361 empleados que, con ayuda de otros dos ingenieros de rotación, mantenían el objetivo diario por encima de lo estimado. Sus resultados eran medulares. El director ejecutivo lo protegía de cualquiera que quisiera oponerse a sus órdenes. Irradiaba presencia y autoridad ante sus delegados, justicia y sagacidad que eran esenciales. Después de 21 años de carrera constante, había logrado los frutos que necesitaba para beneficiarse de los placeres y la buena vida. Ángelo podía testificarlo. Esa noche en el baño de hombres pudo probar lo que presumiblemente Tomás argumentó como «la suma de todos los miedos», también conocida como adrenalina en su estado más puro. Aún soñaba con ello casi todas las noches. Visibilizar a detalle el incremento de su miembro hasta alcanzar esa longitud que tuvo oportunidad de saborear por varios minutos fue una experiencia que jamás iba a disolver de su memoria. Describiría sus gestos si se lo pidieran, aquel sutil temblor de su cuerpo; lo condimentado de su semilla derramándose hasta su garganta entre sollozos de macho y un sudor que pigmentaba el espacio de un recio aroma; esos besos sutiles que lo hacían buscarlo cada vez más y que lo atraparon en un desenfreno recíproco. Cuando acabaron los dos, supieron de inmediato el significado de lo que se avecinaba. Sí, lo que involucraba ese abrazo largo, los vapores de su respiración agitada, la lubricación de sus torsos al descubierto. Por ello Tomás le prestó su teléfono para que Ángelo agendara el suyo, firmando así el contrato de prestación de servicios. Se tomaron el tiempo de platicar acerca de su homosexualidad mientras estaban vistiéndose. El canino prestaba atención a sus afirmaciones controversiales de la moral. Estaba confundido, así que quiso averiguar más sobre ese rasgo de su intimidad.

—Desde que era pequeño había tenido mi sexualidad en duda —explicaba al abrochar los botones de su camisa—. No podría decir con exactitud desde qué momento, pero lo que sí puedo decirte es que no recuerdo un sólo instante en el que me haya sentido atraído por una chica.

—Pero, no lo entiendo —acomodaba su corbata—. ¿Por qué te casaste, entonces?

Tomás miró su mano derecha, específicamente el dedo anular. La argolla fue de un color dorado cuando Gabriela se la colocó hacía 16 años. Ahora había adquirido un aspecto opacado por la distancia. Lo alteraba que Ángelo estuviera haciéndole esa pregunta. ¿No debería de saber ya la respuesta? No quería conjeturar sobre su conocimiento del tema, así que ignoró las pretensiones.

—Pues, tú entiendes —respondió quitándose el anillo para verlo a detalle—: es fácil fingirlo. Ser heterosexual es fácil, digo. Es lo que normalmente se espera que hagas, ¿no? Que tengas hijos y... sigas perpetuando la especie. ¿Qué tan complicado puede ser eso? Ya te respondo: Nadita de nada.

El canino intentaba razonar lo que acababa de decirle.

—¿Puedes explicarlo mejor? Quiero entenderlo bien —imploró.

—Pues sí, o sea —el bóvido afinaba detalles de su vestido frente al espejo—, ya ves que los heterosexuales se esfuerzan demasiado en demostrar que «lo normal» es cogerte a una vieja, ¿cierto? Pues si me lo preguntas a mí, eso no tiene ninguna gracia.

—¿Cómo así?

—A lo que me refiero es que ellos mismos impusieron ese estándar, ¿me explico? Como si eso los hiciera especiales o les brindara alguna clase de superioridad por encima de aquel que prefiera algo diferente. Pero es mentira. ¿Qué tiene de especial ser heterosexual? No hay orgullo en ello porque, al final, se trata de perpetuar la vida, ¿no crees? Fueron ellos quienes le atribuyeron eso.

Ángelo miró el reflejo de Tomás. Aparentaba serenidad, convencimiento. Era imposible para él desembrollarlo. ¿En qué momento encontró la paz para estar al mismo tiempo con su familia y con otros hombres? ¿Por qué no estaba perdiendo el pelaje? ¿Por qué sus ojos no se veían violentados? ¿Por qué no se veía desnutrido por la falta de apetito?

—He sido homosexual por tantos años que tuve el tiempo suficiente para sacar mis propias conclusiones al respecto —agregó al acomodarse las mangas de su camisa—. Esta es una de ellas. Es más, si la sexualidad fuera un regalo auténtico de La Madre Naturaleza, no nos lo habría recordado en el libro de los Orígenes al decirnos que nos multiplicáramos y llenáramos la tierra. Si estuviera en nuestros genes, habría sido irrelevante que nos lo ordenara.

—¿Sabes también de religión?

—Como te dije —se volvió hacia Ángelo y cruzó los brazos. Esbozó una sonrisa plena y ligera—: He tenido mucho tiempo para formar mis puntos de vista. No hay una sola prueba científica que demuestre el sesgo de la sexualidad. Los Santos dicen que nos desviamos porque queremos, pero eso no es cierto. La ciencia no tuvo otra opción más que atribuir su causa a factores culturales, sociales o minucias genéticas como el color del cabello o del engrosamiento de la voz. Eso los orilló a desclasificarla como una enfermedad. Los genes determinan nuestro sexo, sí, y eso de alguna manera nos adelanta lo que tenemos que hacer. Sin embargo, la sexualidad es un asunto distinto. ¿De dónde proviene? ¿Es natural? ¿Acaso nos la enseñan? Yo crecí con padres católicos. Me educaron con tanto amor y con tanto aprecio que, después de haber crecido, me di cuenta de lo afortunado que fui en comparación con otras personas. Si así fue mi caso, entonces ¿por qué soy homosexual? ¿Por qué siento esta renuente atracción por los chicos? No recuerdo haber interferido, salvo aquella época en la que decidí brincar la línea y tener mis primeras aventuras sexuales. Eso me ayudó a comprenderlo. En ese lapso lo supe, Ángelo.

Ángelo escuchaba cada palabra. De pronto, su rostro comenzó a brillar. Podía percibir ese fuego sangriento brotando de su cuerpo, ese desencadenamiento que salvaguardaba la esencia de sus ideas, como esas ocasiones en las que expuso frente a todos sus compañeros de clase.

—Lo pude confirmar.

—Yo también tuve la oportunidad de confirmarlo oficialmente cuando era más joven —dijo el canino—. Estaba por acostarme con una chica, pero antes de hacerlo, se lo confesé.

—Hiciste bien —lo felicitó—. No tienes que hacer algo que no quieres.

—¿Cómo puedes decirme eso si tienes esposa e hijos?

«Ja, ja, es más sencillo de lo que crees», le dijo hilarante. «Lo único que tienes que hacer es hacerla creer que quieres estar con ella.»

—Suena cruel, ¿no?

«Meh... Te acostumbras con el tiempo.»

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