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Capítulo 2: La Caída de Eldoria

Habían pasado dos años desde que las primeras espadas zephyrianas cruzaron las fronteras de Eldoria, y el país, una vez lleno de luz y paz, ahora era solo un reflejo quebrado de lo que solía ser. La guerra, implacable y feroz, había destrozado todo a su paso. Los eldorianos que no habían perecido en la defensa de su hogar se encontraban ahora bajo el yugo de Zephyria, el país conquistador que no conocía la clemencia, aunque algunos tantos magullados seguían defendiendo su patria. Roderich, con su liderazgo incuestionable, había llevado a su gente a la victoria, subyugando a los sobrevivientes eldorianos y tomando a los betas y omegas como trofeos de guerra, posesiones para demostrar su poder y dominio.

Alexai, apenas un niño cuando la guerra comenzó, había aprendido rápidamente que la supervivencia en este nuevo mundo requería sacrificios. La inocencia de su infancia había sido arrancada, reemplazada por un miedo constante que le atenazaba el pecho. Vagaba por las ruinas de su pueblo, solo y hambriento, sin un lugar seguro al cual llamar hogar. Sus ojos, que antes brillaban con sueños de amor y esperanza, ahora estaban vacíos y asustados. Había tenido que recurrir al robo, un acto que su corazón inocente aborrecía. Cada vez que tomaba un pedazo de pan o alguna prenda para cubrirse del frío, sentía un peso enorme sobre su conciencia, como si estuviera traicionando todo lo que su madre le había enseñado.

Alexai se mordía los labios hasta hacerse sangrar, repitiéndose a sí mismo que no tenía otra opción. Pero las palabras de su madre resonaban en su mente, recordándole que los ladrones iban al infierno, castigados por la Madre Luna, la deidad a la que los eldorianos rezaban. Cada pequeño robo era como una cuchillada a sus creencias, y aunque intentaba justificarlo, no podía evitar sentirse perdido y sucio, convencido de que la Madre Luna lo miraba con desprecio desde el cielo. En su mente infantil, la idea de la condenación eterna era aterradora, y se imaginaba a sí mismo, pequeño y solo, ardiendo en las llamas del castigo divino.

Una noche, mientras intentaba tomar unas frutas de un puesto desatendido, las manos fuertes de un soldado zephyriano lo atraparon. Alexai pataleó y gritó, su voz temblorosa y rota, pero sus esfuerzos fueron en vano. Lo llevaron a una cabaña grande y oscura, el lugar donde los invasores llevaban a los capturados para decidir su destino. Las paredes de madera crujían bajo el peso de los lamentos y suplicas de otros omegas y betas, todos esperando un veredicto que ninguno quería enfrentar.

Alexai no podía dejar de temblar, sus pequeñas manos se aferraban a su cuerpo en un intento desesperado por sentirse seguro. Su respiración era errática, sus ojos se llenaban de lágrimas mientras lo colocaban sobre una mesa de piedra fría. Manos ásperas y firmes lo sujetaron por los brazos y las piernas, inmovilizándolo con una facilidad que le hizo sentir más pequeño y frágil que nunca. El pánico lo consumía, sus gritos ahogados por el miedo y las manos que cubrían su boca. Nadie se preocupó por sus lágrimas ni por sus suplicas; para ellos, él no era más que un trofeo, un botín de guerra que no merecía piedad.

La puerta de la cabaña se abrió de golpe, y todos los presentes se detuvieron. Roderich entró, su presencia dominando el espacio como una tormenta. Sus ojos grises recorrieron la sala con una mirada de desdén, hasta posarse en Alexai, temblando y sollozando. Roderich se acercó, sus pasos resonando con fuerza en el suelo de madera. El silencio se hizo más pesado, y el aire pareció detenerse mientras observaba al pequeño omega atrapado en esa situación desesperada.

—Este es mío— declaró Roderich con una voz que no admitía objeciones.

Su tono era frío, autoritario, y no dejaba espacio para la compasión. Alexai, paralizado por el miedo, no entendía del todo lo que eso significaba, pero en lo profundo de su ser, sabía que nada bueno podía salir de aquellas palabras. Roderich lo reclamó como su trofeo, un símbolo de su victoria y poder, y nadie osó cuestionarlo.

Roderich se acercó más, sus manos ásperas y fuertes liberaron a Alexai de las sujeciones solo para atraparlo de nuevo en un agarre aún más opresivo. Sin más palabras, lo arrastró a una esquina de la cabaña, lejos de las miradas curiosas y las expresiones indiferentes de los otros soldados. El miedo de Alexai se convirtió en terror puro cuando Roderich, con un brillo de posesión en sus ojos, lo tomó como solo un alfa podía tomar a un omega.

Los gritos de Alexai, llenos de dolor y desesperación, fueron rápidamente acallados por la mano firme de Roderich que cubrió su boca. Las súplicas de clemencia, los ruegos ahogados que salían entre lágrimas y sollozos, no hicieron más que alimentar la crueldad de su captor. Alexai sintió cómo cada parte de sí mismo era destrozada, cómo su inocencia era pisoteada, y cómo sus sueños, ya quebrados, eran finalmente arrancados de raíz.

Roderich no mostró piedad. Cada movimiento, cada gesto, estaba cargado de una dominación despiadada, dejando en claro que Alexai no era más que una posesión, un objeto que él podía utilizar para su propio placer. La mente de Alexai, desbordada por el horror y el dolor, se desvanecía en un torbellino de pensamientos rotos. Las historias de amor que su madre le había contado parecían ahora una cruel burla del destino; esas promesas de ternura y protección que alguna vez anheló, ahora eran reemplazadas por una realidad de brutalidad y deshumanización.

Cuando Roderich finalmente se apartó, satisfecho y sin una pizca de remordimiento, Alexai quedó tirado en el suelo, temblando y sollozando. Su cuerpo, antes pequeño y delicado, ahora se sentía sucio y marcado por un horror que no podía borrar. El eco de sus gritos resonaba en su mente, mezclado con la risa burlona de los soldados y el dolor sordo de su alma rota.

Alexai comprendió entonces, en medio de su sufrimiento, que ya no era el niño que soñaba con amores perfectos bajo la luz de la luna. Ahora era solo un trofeo roto, una víctima más de una guerra que no perdonaba ni a los más inocentes. La paz y la esperanza que alguna vez llenaron su corazón ahora eran sombras de un pasado que jamás regresaría, y mientras miraba el rostro implacable de Roderich, supo que la guerra había ganado no solo sobre Eldoria, sino también sobre su propia alma.

El Lirio Y La Espada (Omegaverse)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora