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Capítulo 4: Sombras en la Mansión

El frío de la mañana se colaba por las ventanas rotas de la mansión, envolviendo cada rincón con un aire helado que calaba hasta los huesos. El lugar, alguna vez símbolo de la opulencia eldoriana, era ahora una base improvisada para los soldados zephyrianos.

Habían hecho de la casa su propio feudo, llenando los pasillos de un bullicio áspero, marcado por risas brutales y órdenes gritonas. Entre todo ese caos, Alexai se movía en silencio, con pasos pequeños y cautelosos, evitando hacer ruido. Era una sombra, un fantasma que merodeaba sin ser visto, con la mirada siempre baja y las manos temblorosas.

Roderich lo había reclamado como suyo en ese primer encuentro en la cabaña. Alexai apenas podía recordar los detalles exactos de ese momento, solo el terror paralizante, la presión de las manos fuertes que lo habían sujetado, y la voz firme de Roderich imponiéndose sobre el resto. Desde entonces, había aprendido a seguir sus órdenes sin cuestionarlas, a trabajar en silencio y a soportar las noches en las que Roderich lo llamaba a su lado. Alexai no entendía del todo lo que significaba ser un compañero de cama, solo sabía que era algo inevitable, algo que le hacía sentir sucio y pequeño, pero que debía soportar porque era su única manera de sobrevivir.

Cada día, Alexai se despertaba antes de los demás soldados, su pequeño cuerpo encorvado mientras limpiaba los pisos o recolectaba agua de un pozo cercano. No hablaba con nadie; no tenía permiso para hacerlo. Roderich era el único que le dirigía la palabra, y cada orden se sentía como un golpe, una confirmación de que Alexai no era más que un objeto, una posesión sin valor. Había aprendido a no llorar, a tragar sus sollozos hasta que le ardiera la garganta, porque llorar solo lo haría parecer más débil, y la debilidad era algo que los zephyrianos no toleraban.

Roderich era imponente, con una presencia que llenaba cada espacio. Su físico reflejaba la brutalidad de Zephyria: alto, musculoso, con una mirada que podía cortar como una cuchilla. Cada movimiento suyo exudaba poder y dominio, y no había un solo soldado que se atreviera a desafiarlo. En contraste, Alexai era delgado, apenas un niño con los ojos grandes y siempre alerta, como un animalillo acorralado. Su piel clara y su cabello plateado, características comunes entre los eldorianos, resaltaban aún más su vulnerabilidad. No tenía la fortaleza de un guerrero ni la astucia de un soldado; solo era un pequeño omega, perdido y aterrorizado en un mundo que lo trataba como basura.

Una tarde, mientras limpiaba los escalones de la entrada principal, Alexai escuchó la voz de Roderich a lo lejos. Estaba dando órdenes a un grupo de soldados, su tono autoritario y cortante, como si cada palabra fuera un mandamiento inquebrantable. Alexai se encogió un poco más, tratando de hacerse invisible. Sabía que cualquier error, cualquier distracción, podría resultar en un castigo. Los otros omegas y betas capturados a menudo hablaban de lo que les sucedía a los que desobedecían, pero Alexai no quería imaginarlo. Ya tenía suficientes pesadillas con solo lo que había vivido hasta ahora.

Roderich apareció frente a él, su sombra cubriendo a Alexai como una manta oscura. Sin mirarlo directamente, Alexai se arrodilló aún más, bajando la cabeza en señal de sumisión.

—Escucha bien—la voz de Roderich rompió el silencio—. Hoy vienen más soldados. Quiero que esta entrada esté impecable. Si fallas, pagarás las consecuencias. ¿Entendido?

Alexai asintió rápidamente, sin atreverse a levantar la vista. El miedo le hacía temblar las manos, y el cepillo que usaba para limpiar resbaló de sus dedos un par de veces. Afortunadamente, Roderich no se quedó a supervisarlo; tenía asuntos más importantes que atender, y Alexai sabía que debía cumplir con lo que le habían mandado sin más instrucciones.

Mientras fregaba los escalones con más fuerza, las lágrimas amenazaban con escapar de sus ojos, pero Alexai parpadeó rápidamente para ahuyentarlas. No podía permitirse llorar; no ahora, no aquí. Cada movimiento que hacía era una lucha por mantener el control, por no dejar que la desesperación lo consumiera. Pensaba en su familia, en los rostros que apenas podía recordar, y en las promesas de una vida mejor que ahora parecían tan lejanas, tan imposibles.

"Si la Madre Luna me viera ahora, seguro estaría decepcionada," pensó, reprimiendo un sollozo. Su madre le había enseñado sobre la bondad y el amor, sobre la importancia de mantener la esperanza incluso en los momentos más oscuros. Pero aquí, rodeado de enemigos, era difícil encontrar siquiera una chispa de fe.

Esa noche, Roderich lo llamó a su habitación. Alexai entró temblando, sus manos apretando los bordes de su camisa desgastada. La habitación, aunque más lujosa que las demás, todavía llevaba la marca de la ocupación: muebles desordenados, ventanas cubiertas con mantas gruesas para evitar el frío, y un olor persistente a tabaco y sudor. Roderich lo miró desde el otro lado de la habitación, sus ojos evaluándolo con una mezcla de indiferencia y posesión.

—Te has ganado tu lugar aquí, aunque sea por ahora—dijo Roderich, sirviéndose un vaso de una especie de avena sin apartar la vista de Alexai—. Pero recuerda, siempre puedes perderlo. Tu única función es servirme, y nada más. Entendido, mocoso?

Alexai asintió, bajando la mirada al suelo. No se atrevía a hablar; sabía que cualquier palabra fuera de lugar podría enojar a Roderich. Así que se quedó en silencio, esperando las siguientes órdenes.

La cama crujió bajo el peso de Roderich cuando se sentó, y Alexai se acercó lentamente, cada paso sintiéndose como un desafío a su propia resistencia. Cuando Roderich lo agarró, Alexai cerró los ojos, tratando de desaparecer en su mente, buscando un refugio donde el dolor y la humillación no pudieran alcanzarlo. Era un proceso que había aprendido en silencio, cada noche construyendo una barrera mental que lo protegiera aunque fuera un poco de la realidad que lo aplastaba.

Después, Roderich se quedó dormido, su respiración pesada llenando la habitación. Alexai, todavía despierto, se quedó quieto, su cuerpo pequeño temblando en la oscuridad. Afuera, el viento soplaba con fuerza, haciendo crujir las ventanas y lanzando hojas secas contra los muros de la mansión. Alexai se permitió un pequeño respiro, un instante para inhalar profundamente y tratar de sentir algo más que el vacío.

Pero no encontró alivio, solo la certeza de que esta guerra, esta vida como un simple botín, no terminaría pronto. En el fondo de su mente, la imagen de su familia se volvía más borrosa cada día, y los cuentos de amor que alguna vez lo llenaron de esperanza ahora eran solo recuerdos dolorosos de lo que nunca tendría. Alexai se quedó allí, en la penumbra de la mansión tomada por la guerra, sabiendo que el amanecer traería más órdenes, más sumisión, y una nueva lucha por sobrevivir.

A veces, la oscuridad era tan densa que Alexai dudaba si alguna vez volvería a ver la luz.

El Lirio Y La Espada (Omegaverse)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora