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Capítulo 33: Silencio en la Oscuridad

Los días pasaban con una lentitud insoportable. El aire en la mansión se había vuelto denso, impregnado de una inquietud silenciosa que no abandonaba sus muros. Alexai seguía inmóvil, atrapado en una especie de letargo que lo alejaba del mundo real. Los gritos y el dolor del parto habían quedado atrás, pero en su lugar solo quedaba un vacío, un abismo del que parecía no poder escapar.

Roderich, aunque no lo admitiera, comenzaba a sentir el peso de la culpa, pero su orgullo aún no le permitía enfrentarlo completamente. Durante esos días, pasaba largas horas sentado junto a la cama de Alexai, observando su frágil figura, con los ojos siempre cerrados y el cuerpo inerte, como si estuviera suspendido entre la vida y la muerte. Era como si la luz dentro de él se hubiera apagado. Y lo peor de todo era que Roderich sabía, en lo más profundo de su ser, que él era el responsable.

El tiempo avanzaba, pero Alexai no mostraba señales de mejorar. Los médicos habían hecho lo que podían, y las omegas, con miedo en sus ojos, se movían alrededor de la habitación como sombras, atendiendo a los bebés que lloraban y demandaban atención constante. A pesar de su juventud, los pequeños sobrevivían, alimentados por las omegas y mantenidos lejos de la vista de Roderich, quien no tenía interés en verlos. Para él, los niños eran un recordatorio constante de lo que casi le había arrebatado a Alexai.

Sin embargo, un día, cuando el sol apenas comenzaba a iluminar los pasillos oscuros de la mansión, algo cambió.

Roderich se había quedado dormido en la silla junto a la cama, su postura tensa incluso en el descanso. Fue uno de los suaves gemidos de los bebés lo que lo despertó. Parpadeó, sus ojos ajustándose a la penumbra, y entonces, lo vio. Alexai había abierto los ojos.

Por un breve momento, la esperanza lo atravesó como una descarga eléctrica. Se levantó rápidamente de la silla, inclinándose sobre Alexai, esperando ver algún destello de reconocimiento en esos ojos que solían ser tan expresivos. Pero no había nada. Los ojos de Alexai, aunque abiertos, estaban vacíos. No enfocaban nada, no respondían a la presencia de Roderich ni a su voz. Era como si su cuerpo estuviera allí, pero su alma se hubiera quedado atrapada en algún lugar lejano, fuera de su alcance.

—Alexai... —susurró Roderich, con una mezcla de frustración y desesperación en su tono. No obtuvo respuesta. Ningún movimiento, ninguna señal de que lo hubiera escuchado.

Se quedó de pie, observándolo, mientras su mente intentaba procesar lo que estaba viendo. Los ojos de Alexai parpadearon lentamente, pero no había emoción en ellos. No había vida. Era peor que verlo inconsciente, peor que cualquier otra cosa. Era como si el Alexai que conocía, el que había resistido tanto, el que había soportado su crueldad y había traído al mundo a sus hijos hubiera desaparecido por completo.

Los días siguientes transcurrieron igual. Alexai seguía con los ojos abiertos, pero no reaccionaba. Las omegas que se encargaban de los bebés comenzaron a susurrar entre ellas, temerosas de que Alexai nunca se recuperara, de que ese estado catatónico fuera permanente. Cada día que pasaba, la tensión aumentaba. Roderich, aunque no lo admitiera, comenzaba a sentir una punzada de miedo. No podía soportar la idea de que Alexai se quedara así para siempre.

Fue en una de esas largas tardes, cuando el sol se deslizaba a través de las ventanas, que una de las omegas se atrevió a acercarse a Roderich con una petición.

—Señor... —comenzó, con la voz apenas un susurro, como si temiera la reacción de Roderich—. Los bebés... necesitan alimentarse. Hemos hecho lo posible, pero... creemos que sería mejor que Alexai... que él... —Hizo una pausa, titubeando, buscando las palabras correctas—. Que amamante a los niños. Tal vez... eso lo ayude a mejorar.

Roderich frunció el ceño, mirando a la omega con desdén. La idea de que Alexai, en su estado, pudiera alimentar a los bebés le parecía absurda. Sin embargo, algo dentro de él sabía que debía intentarlo. Los pequeños necesitaban alimentarse, y él había oído que el contacto con los bebés a veces ayudaba a los omegas a recuperarse de situaciones difíciles.

—Está bien —murmuró finalmente, su voz fría—. Hagan lo que tengan que hacer.

Las omegas se apresuraron a cumplir con la orden. Con extrema delicadeza, acercaron a los bebés a Alexai, colocándolos junto a él en la cama. Alexai, con los ojos aún abiertos, no mostró ninguna reacción al contacto de sus hijos, pero las omegas lo acomodaron, ayudando a que los pequeños se alimentaran de su pecho. Roderich observaba desde un rincón de la habitación, su expresión impenetrable.

Fue entonces cuando algo inesperado sucedió.

Mientras los bebés se alimentaban en silencio, una lágrima solitaria rodó por la mejilla de Alexai.

Roderich sintió un nudo formarse en su garganta. Era la primera vez que veía a Alexai llorar de esa manera, en silencio, sin queja, sin gritos. Esas lágrimas, más que cualquier grito o súplica, lo golpearon con una fuerza devastadora. Era como si, incluso en su estado catatónico, Alexai estuviera rompiéndose, desmoronándose por dentro, atrapado en una prisión de dolor del que no podía escapar.

Verlo así era insoportable.

Roderich no se movió, ni hizo ademán de acercarse. Sabía que no podía consolarlo, ni siquiera sabía cómo. Pero la imagen de Alexai, con los ojos abiertos y llenos de lágrimas mientras sus hijos se alimentaban de él, era algo que nunca podría olvidar.

Las omegas trabajaban en silencio, sus manos temblando mientras cuidaban de los bebés. Sabían que cualquier error podría costarles caro, pero también eran conscientes de que estaban presenciando algo profundo, algo que las afectaría para siempre. El sufrimiento de Alexai no era solo físico. Era un dolor que se filtraba en el aire, que envolvía a todos los que estaban en esa habitación y les recordaba lo frágil que era la vida.

Roderich cerró los ojos por un momento, tratando de bloquear la sensación que lo atravesaba. No era compasión, no del todo. Era algo más oscuro, una mezcla de culpa y resignación, un reconocimiento de que, aunque Alexai estuviera roto, seguía siendo suyo. Su posesión. Su responsabilidad. Pero no había arrepentimiento real en él todavía, solo la fría aceptación de lo que había hecho.

Aun así, ver esas lágrimas, tan silenciosas y constantes, lo hacía sentir pequeño. No podía escapar de la verdad: él lo había llevado a ese punto. Lo había roto de maneras que ni siquiera comprendía del todo. Y ahora, Alexai estaba frente a él, destrozado más allá de lo físico.

Horas después, cuando las omegas terminaron de alimentar a los bebés y los retiraron de la habitación, Roderich se acercó a la cama de Alexai. Se inclinó sobre él, observando de cerca sus ojos vacíos, sus labios secos y el rastro de lágrimas que aún brillaba en su piel.

—Vuelve, Alexai... —susurró, casi sin darse cuenta de que lo había dicho en voz alta.

No hubo respuesta. No la esperaba. Pero por primera vez, sintió una pequeña punzada de algo similar a la pena, aunque no suficiente como para redimirlo, ni siquiera para aliviar la tensión en su pecho.

Alexai seguía atrapado en ese estado catatónico, y aunque su cuerpo estaba allí, presente, su alma estaba perdida en algún lugar oscuro, fuera del alcance de cualquiera. Las lágrimas continuaban cayendo, y Roderich, sin poder hacer nada, solo podía esperar.

Esperar que, de alguna manera, su omega regresara de ese abismo en el que lo había dejado.

El Lirio Y La Espada (Omegaverse)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora