Capítulo VIII: Hollaback girl

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Blair

La estancia estaba inundada por la luz del sol que entraba a raudales por los grandes ventanales del comedor, llenando el espacio de una calidez acogedora. Los rayos de sol se reflejaban en el suelo de madera pulida y en los muebles. El aroma de la lasaña recién hecha impregnaba el aire, creando una engañosa sensación de tranquilidad. Todo parecía perfecto, pero esa aparente calma ocultaba una tensión latente en el ambiente que solo yo y la persona que estaba en frente de mí podíamos percibir.

—¿Me podrías pasar la sal, Blair? —pidió Hayes, con una sonrisa burlona que hizo que mi cuerpo comenzara a hervir de rabia.

Durante toda la cena, me había tratado como si fuera su sirvienta. Me había obligado a hablar sobre lo espectacular que había jugado contra los Tigres y a llamarlo "capitán" cada vez que me dirigía a él.

«Te lo mereces por hacer una apuesta estúpida con él», me reprochó mi conciencia.

No hacía falta decir que mamá me miró extrañada. Eso era bastante obvio. Delante de mi familia y la de Hayes, me había vuelto experta en fingir que él me caía bien, aunque jamás me habían escuchado decir nada bueno sobre él, aparte de los monólogos que me había aprendido de memoria.

Me mordí la lengua y esbocé una sonrisa tensa. Los músculos de mi cuello se estiraron tanto que comenzaron a dolerme.

—Claro, capitán —murmuré con una voz tan apagada que ni siquiera parecía la mía.

Hayes sonrió con malicia. Aproveché para pasarle el salero con un poco de fuerza, deseando en el fondo que se le cayera. A pesar de eso, él no dijo nada, simplemente echó sal a su ensalada hipocalórica que mamá le había preparado junto con la lasaña, debido a la dieta que seguía por el baloncesto.

Casi rodé los ojos. En mi casa, Hayes era tratado como un niño mimado, una versión más joven de mi hermano mayor, Beck, que afortunadamente ya no vivía con nosotros, sino en Chicago, inmerso en su exitosa carrera como publicista. Si todavía estuviera aquí, no sé qué sería de mí entre ellos dos.

Mamá y papá parecían tener ante sus ojos una versión idealizada de Hayes, incapaces de ver más allá de su fachada encantadora. Esto me irritaba a niveles estratosféricos, pues solo yo parecía ser consciente de la complejidad de su personalidad que estaba marcada por una ambición desmedida y una necesidad constante de destacar.

—¿A qué se debe que lo llames capitán, Blair? —preguntó mi madre, cortando su lasaña antes de pincharla con el tenedor y llevársela delicadamente a la boca.

Sus ojos se posaron en mí, curiosos y ligeramente preocupados.

Miré mi lasaña de reojo antes de que Hayes alzara sus cejas, vanidoso, y se recostara en la acolchonada silla de color lila pálido, esperando a que respondiera. Sus ojos brillaban con una arrogancia que me ponía los nervios de punta.

«Maldito imbécil».

Forcé una sonrisa en mis labios, tratando de mantener la compostura mientras mi mente se debatía entre la irritación y la necesidad de no causar una escena.

—Oh, mamá, si tan solo hubieras visto el juego —dije con entusiasmo—. Hayes parecía volar cada vez que encestaba. Fue increíble.

Miré de reojo a Hayes, quien sonreía como si le hubieran dado el mayor de los cumplidos. Su pecho se inflaba de orgullo, a punto de reventar por tanto egocentrismo. Su sonrisa se volvía más grande y presumida, pero era comprensible, ya que era la primera vez que lo elogiaba en voz alta, aunque fuera en contra de mi voluntad.

Bad BehaviorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora