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—¿A dónde vas? —cuestionó el pelinegro.

El mayor observó sobre su hombro al menor, quien venía detrás de él desde que salieron, siguiéndolo por la instalación hasta donde sé encontraban los ascensores que llevaban al estacionamiento subterráneo. Se sorprendió al verlo ahí, no lo había notado por estar tan sumido en sus pensamientos, todo por culpa de un castaño de bonitos ojos.

—¿Por qué me seguís? —se detuvo, girando su cuerpo en dirección de Ivan, haciendo su mayor esfuerzo para no delatar en su rostro lo inquieto que está.

—Desde hace un rato estás raro, así que me estaba asegurando que tenía razón.

—No estoy raro —aseguró mientras metía la mano izquierda en el bolsillo del pantalón—. Además, no podes seguirme solo porque me sentís raro.

—Puedo, soy tu amigo —le recordó con tono frustrado. Tomás últimamente resultaba muy difícil de tratar—. Y sí no estás “raro” —hizo las comillas con sus dedos—, ¿por qué estás yendo al estacionamiento?

Bingo.

La postura de Tomás tambaleó, su expresión se deformó en una mueca y, empezó a mirar a cualquier otro lado que no fuera su amigo y ahí Ivan noto que estaba ocultando algo. No había ninguna razón para que un estudiante fuera al estacionamiento, exclusivo solo para los profesores de la universidad, a menos de que fuera a verse con alguno de ellos.

¿Acaso Tomás…?

—Nada… estaba distraído, me distraje.

—Entonces vamos, ya todos se han ido —se hizo a un lado, indicando que juntos fueran a la salida principal de la universidad. Pero eso no sucedió, Tomás no avanzó.

Su actitud solo confirmó su sospecha; Tomás estaba ahí para verse con un profesor, y bajo su criterio solo había una persona por la cuál su mejor amigo iría allí.

—Vas a verte con el profesor Carrera. —Eso no fue una pregunta, sino una afirmación.

Arbillaga sintió una corriente recorrerle por la espina dorsal, como si eso hubiera abierto su caparazón y revelado todos sus secretos. No podía mentirle o esconderle cosas a Ivan, él lo conocía tanto.

Y a veces, lo odiaba.

—Sí.

—¿Estás seguro de ir a verlo?

—Sí.

El pelinegro suspiró, largo y pesado.

—Asegúrate de contarme cuando regreses a casa qué hablaron —Tomás alzó la cabeza y lo miró con sorpresa, recibiendo una sonrisa por parte del menor—. Que todo salga bien y por fin se te arregle ese jodido humor.

—Sos el mejor.

—Lo sé —levantó los hombros, haciendo reír al mayor por su egocentrismo—. Ahora vete, si alguien te ve acá…

—Habrán rumores, sí, lo sé.

—Nos vemos, Tomi.

—Adiós, cuídate.

Buhajeruk le dió un corto abrazo y se retiró a la salida de la edificación, dejándolo solo otra vez.

Observó la puerta de metal del ascensor, con un nudo formándose en su garganta a causa de los nervios, presionando el botón con sus dedos temblorosos mientras su cabeza tenía dudas al respecto; aún no estaba seguro con la idea de encontrarse con Rodrigo, siquiera sabía por qué le hacía caso de ir allí cuando todavía le causaba mal humor recordarlo con aquel rubio alto, pero una parte –muy dentro de él– sentía esperanzas al ver que Rodrigo quería arreglar las cosas.

Tomás ya estaba alejado, y él parecía querer mantenerlo cerca a pesar de que solo tenían una relación alumno-profesor, creándose un imán del cuál el menor constantemente tiene que alejarse y luchar contra el magnetismo.

¿No podía tan solo dejarlo y ya?

Su tonto corazón quería aferrarse a cualquier mínima esperanza, y su profesor no ayudaba a destruir ese delgado hilo.

El timbre del ascensor le anunció que estaba ya en el subterráneo, sacándolo de aquel tan desastroso remolino de pensamientos. Salió del pequeño cuadrado y caminó en dirección del lugar en que estacionaba el mayor, sabía la ubicación porque él mismo se lo dijo antes de irse cuando se encontraron en el jardín en la mañana, no porque fuera un acosador que sabía todo sobre su crush.

El silencio que traía el estacionamiento vacío era escalofriante, podía oír sus pasos junto a la vocecita insistente en su cabeza con tanta claridad que erizaba su piel.

Aún había tiempo para huir, ¿cierto?

—Tomás.

Mierda.

Sus ojos se conectaron con el hombre que le derretía el cerebro y le aceleraba el corazón, sintiendo que las piernas le temblaban, como si fuera un adolescente inexperto que recién conocía el amor a primera vista. Estático, por los nervios y pánico, se quedó observando al castaño de pies a cabeza un segundo; como llevaba la camisa roja abierta hasta abajo del pecho, dejándole con ganas de observar qué había más allá, el pantalón negro apretando la silueta de su cadera y muslos, su rizado y castaño cabello alborotado por los dedos del mismo que lo peinaron hacia atrás y aquella expresión sería, casi inexpresiva, analizando con sus ojos esmeralda su cuerpo.

Se sentía devorado por ese hombre.

—P-profesor Carrera —saludó, moviendo las piernas inquieto cuando se quedó a tan solo pocos pasos del otro.

Rodrigo separó su cadera del capot del auto, enderezando su postura y sacando la mano derecha del bolsillo de su pantalón. Sin decir algo, le dió la vuelta al vehículo hasta quedar frente a la puerta del copiloto y abrirla.

—Sube.

PIROPOS   𝑓𝑡.  rodrimásDonde viven las historias. Descúbrelo ahora