Las siguientes tres semanas fueron un torbellino de emociones y momentos compartidos. Después del reencuentro en la pequeña plaza, Madelaine y yo empezamos a hablar aún más frecuentemente. Cada mañana, al despertar, lo primero que hacía era mirar mi teléfono para ver si tenía algún mensaje suyo. Sus mensajes se habían convertido en lo mejor de mi día.-Buenos días, Malachi! ¿Cómo dormiste?- solía ser su primer mensaje del día, acompañado de un emoji de sol o una taza de café. Respondía con la misma energía, deseándole un buen día y a menudo añadiendo alguna broma para hacerla reír.
Nuestra conversación fluía naturalmente, desde cosas triviales como qué desayunamos hasta sueños y aspiraciones más profundas. Me sorprendía lo fácil que era hablar con ella. A veces, nuestras charlas se extendían hasta bien entrada la noche, discutiendo sobre nuestras películas favoritas, canciones y anécdotas de nuestras vidas antes de conocernos.
Aparte de los mensajes, nos vimos varias veces en persona. Nuestra primera salida fue a un café que ella adoraba, un lugar acogedor con muebles vintage y una amplia selección de tés y pasteles. Recuerdo estar nervioso mientras esperaba que llegara, pero al verla entrar, esos nervios se disiparon. Su sonrisa iluminaba la habitación y, al verla, todo parecía encajar.
-Hola, Malachi- dijo con esa sonrisa que me volvía loco. -Espero no haberte hecho esperar mucho-
-Nah, justo a tiempo- respondí, levantándome para saludarla. -Ya pedí tu té favorito, el de menta con miel, ¿recuerdas?-
Madelaine se rió y asintió. -¡Qué buena memoria tienes! Justo lo que necesitaba-
Pasamos horas en ese café, hablando y riendo. Nos sentamos en un rincón tranquilo, perdiéndonos en nuestras conversaciones. Discutimos sobre los últimos proyectos en los que estábamos trabajando, intercambiamos recomendaciones de libros y series, y compartimos historias de nuestras infancias. La pasamos tan bien que, antes de darnos cuenta, el tiempo había volado y ya estaban cerrando el lugar.
A lo largo de las semanas, nuestras salidas se volvieron más frecuentes. Descubrimos nuevos cafés y restaurantes, a veces simplemente paseábamos por la ciudad. Una de mis salidas favoritas fue a un parque cercano, donde pasamos la tarde caminando por los senderos, disfrutando del aire fresco y charlando sobre cualquier cosa que se nos ocurriera.
Un día, decidí llevarla a una librería que me encantaba. Era un lugar antiguo, con estanterías de madera oscura y el aroma inconfundible de libros viejos. Sabía que le encantaría.
-Este lugar es increíble- dijo Madelaine, sus ojos brillando de emoción mientras exploraba los pasillos llenos de libros. -Podría pasarme horas aquí-
-Lo sabía- respondí, feliz de haber acertado. -Es uno de mis lugares favoritos en la ciudad. Siempre encuentro algo interesante-
Pasamos horas allí, hojeando libros y leyendo fragmentos en voz alta. Compramos un par de novelas y nos sentamos en un pequeño café dentro de la librería, compartiendo nuestras opiniones sobre los libros que habíamos elegido. La conversación era tan natural y fluida, como siempre.
Otra tarde, la invité a mi hogar para ver una película. Ese día conoció a mis padres y a mis cachorros. Me sorprendió lo realmente bien que llegaba a llevarse con mis padres. Decidimos hacer una maratón de nuestras películas favoritas de la infancia. Preparamos palomitas y nos acomodamos en el sofá, disfrutando de cada momento juntos. La forma en que se reía y sus comentarios sobre las películas me hicieron sentir una calidez indescriptible.
Cada encuentro fortalecía nuestra conexión. Aunque nuestras vidas eran ocupadas y a veces complicadas, encontrábamos el tiempo para estar juntos. Disfrutábamos de la simplicidad de nuestros encuentros, desde tomar un café hasta pasar horas hablando sobre nuestros sueños y aspiraciones.
Hubo momentos tranquilos, como cuando nos sentábamos en un banco del parque, simplemente disfrutando de la compañía del otro sin necesidad de hablar. Otras veces, nuestras conversaciones eran profundas y significativas, explorando nuestros miedos y esperanzas. Cada día descubría algo nuevo sobre ella, algo que me hacía quererla aún más.
En una de nuestras salidas, mientras caminábamos por un mercadillo local, me detuve en una tienda de joyería. Vi un collar sencillo pero hermoso, con un pequeño colgante en forma de estrella. Sin pensarlo dos veces, lo compré y se lo di.
-Es hermoso, Malachi- dijo Madelaine, sus ojos llenos de gratitud. -Gracias. Lo usaré siempre-de inmediato se bañando sobre mi en un abrazo.
Ese pequeño gesto, como muchos otros, solidificaba lo que sentía por ella. Cada día, cada momento compartido, hacía que me diera cuenta de lo importante que Madelaine se había vuelto en mi vida.
Las semanas pasaron rápidamente, pero cada día estaba lleno de recuerdos que atesoraba. A pesar de que no teníamos una etiqueta para lo que estábamos viviendo, ambos sabíamos que lo que compartíamos era especial. Y aunque el futuro era incierto, estaba agradecido por cada momento que pasábamos juntos, esperando con ansias el siguiente.
No sabía a dónde nos llevaría el camino, pero estaba dispuesto a averiguarlo. Con cada risa, cada conversación y cada momento compartido, me daba cuenta de que estaba dispuesto a hacer lo que fuera necesario para mantener a Madelaine en mi vida.
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