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Enzo

Estacioné en mi lugar habitual bajo una farola rota. El golpeteo desde el baúl había disminuido finalmente, no es que me importara demasiado.

Un auto pasó, sus luces iluminaron la pequeña nevada que caía a lo largo de los sucios escaparates. Sórdido, excepto por el punto brillante al otro lado de la calle, Florería Lupe.

El resplandor de las ventanas se reflejaba en el pavimento húmedo y negro, y las flores de la ventana prometían romance a cualquiera que se aventurará dentro para comprarlas. Matías Recalt, el dueño, estaba parado detrás de su mostrador, jugueteando con una cinta en un jarrón de rosas rosadas y blancas.

¿Cuántas veces lo había observado por la ventana? No podía contar las noches, los momentos, había demasiados. Siempre quería entrar y decirle algo, pero siempre me quedaba justo fuera de su cálido halo. Un hombre como él no era para un idiota como yo.

Otra patada en el baúl confirmó el pensamiento.

― Cortala, Carlos ― maldije entre dientes ― Se acabó.

Se estaba tomando su tiempo en desangrarse. Hijo de puta.

Matías inclinó la cabeza hacia un lado y retrocedió para estudiar su obra. Sin estar satisfecho, desató el lazo y cortó a lo largo de la cinta satinada. Luego pasó las tijeras por las tiras y regresaron rápidamente a su posición, los zarcillos se encogieron unos contra otros hasta que parecían una flor blanca y salvaje.

Sus dedos trabajaban con delicada precisión, cada movimiento se concentraba en crear belleza desde la nada.

Miré mis nudillos marcados con cicatrices donde la carne moteada contaba la historia de sangre, dolor y una vida vivida al servicio de la muerte. No podía imaginar nada diferente debido a que estas manos eran violencia y nada más. Aun así, me imaginaba cómo se sentiría la piel del castaño bajo mi áspero contacto. Suave, tan suave.

Volviendo a la ventana, observé cada movimiento que hacía, catalogándolos en mi mente. Era como un charco de agua, la emoción ondulaba en su superficie y telegrafiaba sus sentimientos al mundo. Guardé cada expresión de su rostro en forma de corazón, los guardé para poder sacarlos y examinarlos más tarde. Atrapé mi reflejo en el retrovisor: ojos fríos, mandíbula severa y una crueldad que vivía justo debajo de la superficie. Sabía lo que era, que cualquier cosa que tocara se convertiría en putrefacción y muerte. Eso no me impidió desearlo.

Una vez más, se alejó y examinó su creación, su frente se arrugaba por la concentración. Mi tiempo pasado en el exterior mirándolo me había enseñado mucho acerca de él. Era perfeccionista y amistoso, pero también reservado, aunque hablaba con sus clientes, su lenguaje corporal permanecía cerrado. Había excavado un poco más profundo de lo que debería y descubrí que no estaba casado, tampoco estaba en pareja, con 22, tenía 9 años menos que yo. No importaba nada de eso. Nunca nos conoceríamos.

Un Mercedes negro pasó rodando, sus neumáticos siseaban sobre el reluciente pavimento. El polarizado de la ventana me impidió ver al conductor. Me tensé, mi mano fue atraída hacia el acero frío dentro de mi abrigo como un imán. El auto siguió por la calle y se dio vuelta. Cuando sus luces traseras rojas desaparecieron de vista, me relajé y seguí con mi vigilancia. Después de un largo día, verlo era lo único que podía calmar el mar de sangre dentro de mí. La venganza emanaba de mis poros hasta el momento en que lo vislumbré y entonces conocí la paz. Podría sentarme durante horas y solo observarlo.

Finalmente, satisfecho, tomó el florero y lo colocó en el refrigerador más cercano a la puerta principal. Echó un vistazo a la noche, sus ojos recorrían mi auto. El vello de mi nuca se erizó cuando miró por la ventanilla lateral del conductor, a mí. Pero el tinte de la ventana era demasiado oscuro por ende todo lo que podía ver era un cuadrado negro de cristal, la oscuridad verdadera que se sentaba detrás de ella estaba oculta a su vista. Miró fijamente, buscando algo que nunca lo dejaría encontrar, antes de volver a su trabajo.

Protector ; MatienzoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora