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Matías

El sol brillaba en lo alto de la cristalina mañana mientras avanzábamos a lo largo de una ruta rodeada por densos bosques a cada lado. Después de la batalla en la casa de la playa, habíamos agarrado la ropa, las armas, la comida que nos quedaba y salimos a la ruta. Le habían disparado a Enzo en la pierna, pero no me dejó tratarlo. Empeñado en alejarse, me había sacado de la casa y metido en el auto. Cuando las sirenas comenzaron a escucharse, estábamos casi fuera de la ciudad.

― ¿A dónde vamos? ― busqué en la bolsa de armas: las vendas y el alcohol que había lanzado antes que nos fuéramos.

— Conozco un lugar, hace años que no voy ahí, pero tendrá que servir.

— ¿Dónde?

— Tandil — apretó los dientes mientras rebotábamos sobre un bache — Tenemos que ir al oeste. Irnos de Tres Arroyos pero no podemos arriesgarnos, no con Paula atrás nuestro.

— Estaciónate, tengo que ver tu pierna.

— No — me dijo cortante — Puede esperar.

— Aún estás perdiendo sangre, déjame ver aunque sea...

— No voy a parar hasta que estés a salvo — se volvió hacia mí — Te dejaré jugar al doctor todo lo que quieras en la cabaña, pero tenemos que llegar ahí y escondernos. Paula estará en toda esa escena en la casa de la Costa. Sabrá que fui yo y entonces empezará a rastrearnos — volvió a mirar a la soleada ruta — Tenemos que desaparecer.

— ¿Y entonces qué? — empujé la gasa de nuevo en la bolsa, golpeando mi dedo meñique contra un implacable cañón de arma mientras lo hacía. Grité y retrocedí, me agarró la mano.

— ¿Estás bien?

— Estoy mejor que vos — traté de apartar mis dedos, pero él lo sostuvo apretando. Su tono se suavizó.

— Me encantaría dejarte curarme en este instante, lo prometo. Pero no puedo.

Me incliné atrás en mi asiento y observé el camino desaparecer alrededor de una curva en el bosque. La frustración bullía dentro de mí, pero no había ninguna salida para ella y me alivió su apretón en mi mano, pero la mantuvo en la suya.

— ¡Voy a sacarte de esto! Solo tenés que confiar en mí.

— Lo hago — contemplé las fuertes líneas de su brazo bajo su abrigo robado, el constante ascenso y caída de su pecho. La herida no lo mataría y no iba a dejar que lo ayudara con los términos de nadie más que con los suyos — Sólo deseo... — deseé muchas cosas: que nos hubiéramos conocido en diferentes circunstancias, que pudiera dedicar más tiempo para conocerlo, que nuestros días no estuvieran contados. Suspiré cuando las palabras correctas nunca parecieron formarse en la punta de mi lengua.

— Está bien — acercó la parte de atrás de mi mano a sus cálidos labios — Yo también lo deseo.

Llegamos a la cabaña en la tarde, estaba situada a lo largo de las Sierras Tandilenses del Sur donde la tupida maleza y árboles altísimos gobernaban el paisaje. Una amplia corriente se extendía detrás de la cabaña de madera de un piso y desaparecía en los bosques sombríos. Grises troncos y un techo cubierto de musgo hacían un excelente camuflaje y la única manera de llegar a la estructura era en un camino de grava lleno de baches que se barro en algunas zonas. Los densos pinos dejaban que la luz se filtrara en manchas moteadas, aunque los rayos no hacían nada para borrar el frío del aire.

Enzo estacionó en la parte de atrás y paró el motor.

— Dejame revisar primero — abrió su puerta, salió y se derrumbó al suelo.

Protector ; MatienzoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora