Prólogo

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Hacía frío. Mucho frío.

La noche era tan oscura y silenciosa que daba la impresión de que la terrible masacre de hace un rato no fue más que un sueño. Minutos atrás lo único que se podía escuchar eran las llamas calcinando la mansión, acompañado de espeluznantes gritos y sollozos, llenos de agonía y sufrimiento. El verde pasto del extenso terreno había absorbido tanta sangre que adoptó un color rojo...

Todo a la vista era rojo. Decenas de vidas se habían perdido en tan sólo una noche. En un abrir y cerrar de ojos todo había sido reducido a cenizas.

No habían rastros de nadie vivo, tan sólo quedaba él.

Ese jovencito era el único que seguía allí, era el único que todavía podía respirar, era el único cuyo cuerpo conservaba todos sus miembros unidos. Él era el único sobreviviente de una de las aniquilaciones más grandes jamás vistas en la historia del país. Todo había sucedido tan rápido que el chico apenas terminaba de procesar lo que había pasado, ni siquiera entendía cómo era que había logrado escapar.

El sonido del viento nublaba sus oídos, helando su cuerpo al chocar contra su maltratada piel.

Tenía tanto frío que apenas podía respirar sin estremecerse. Temblaba de pies a cabeza, teniendo su ropa y cuerpo completamente empapados. Acababa de salir del río, había sido llevado por la corriente desde la mansión, y tras un duro esfuerzo por fin pudo alcanzar la orilla.

Sus lágrimas se habían secado sobre su rostro, volviéndolo rígido y pegajoso.

Sus ojos miraban a la nada, estando tan vacíos que casi parecía un cadáver. Y en cierto modo, era así tal y como se sentía: muerto. Aunque hace tan sólo unos minutos estaba llorando desconsoladamente, ahora estaba, en algún sentido, tranquilo. A pesar de temblar tanto por el frío su respiración era moderada y se mantenía a un ritmo constante.

Estaba arrodillado, sin moverse ni alzar la mirada. No deseaba nada, solamente quería desaparecer allí, en soledad.

De pronto, recuperó algo de sensibilidad en sus dedos, dándose cuenta de que su mano sostenía una pequeña daga, una que le habían dado para que pudiera defenderse de ser necesario. No tuvo que usarla en ningún momento, después de todo, muchos habían dado sus vidas para evitar que él pusiera en riesgo la suya. Al recordarlo, el chico sintió un nudo en la garganta, y apretó la navaja mientras que varias emociones lo azotaban.

Miedo. Rabia. Impotencia. Culpa... Mucha culpa.

Habían tantas cosas que debió haber dicho, y tantas que jamás debió decir. Pero ya era muy tarde, no quedaba nadie. Si tan sólo hubiera sabido lo que iba a pasar, tal vez habría podido hacer algo, lo que fuera; cualquier cosa habría sido mejor que nada.

Con eso en mente, y sin poder controlar sus impulsos, el chico levantó la navaja y apretó el filo contra su propio cuello. Ahí fue donde se detuvo, con el filo contra su garganta. Su vista apuntó hacia la nada, mientras escuchaba su propio pulso. Volvió a llorar.

—No queda nadie.

Murmuró, sujetando la navaja con firmeza.

—No queda nada.

Apretó los dientes y la navaja con más fuerza.

—Nada... —Cerró los ojos, con los rostros de aquellos que cayeron en su mente— ¡Nada!

Y con ese grito, el muchacho rajó su cuello de un extremo al otro. Lo siguiente fue silencio.

Pero en medio de ese silencio, una voz suave y dulce se escuchó frente a él, obligándolo a abrir sus ojos y centrarlos sobre aquella majestuosa figura.

¿Sigo vivo?, pensó. Era como si el tiempo se hubiera detenido antes de que el corte lograra matarlo.

—Pequeño, ¿no piensas responderme?

Su mirada se encontró con la dulce sonrisa de una joven doncella. Aquella chica estaba sentada de piernas cruzadas sobre un pequeño tronco de una manera exageradamente elegante, demasiado considerando el lugar en el que estaban. Su sonrisa no parecía del todo sincera, pero aún así logró transmitirle seguridad.

Era una vista encantadora, pues esa mujer era hermosa, con una figura voluptuosa y una elegancia visible.

Su largo cabello negro caía hasta sus pies. Sus ojos de color amarillo parecían tener cruces en donde deberían estar sus pupilas; estos estaban clavados en el niño que yacía de rodillas frente a ella, viendo a través de su dolor.

—Oh, pequeño, estás tan callado —murmuró ella, risueña—. Aunque no puedo culparte, viste algo tan terrible... Pobre criatura.

Incluso en su estado de exaltación, el niño consideraba su voz bastante encantadora. Era dulce y amable, casi con un semblante maternal que le ofrecía confort. Sin embargo, sus ojos no parecían tener brillo alguno; incluso su color amarillo resultaba ser bastante opaco.

Esa mirada resultaba muy confusa, pues parecía proyectar lástima y empatía por él, a la vez que otorgaba cierta sensación de frialdad. El niño quedó hipnotizado por esos ojos durante unos instantes, hasta que la sensación de los dedos de la mujer chocando contra su frente lo hicieron reaccionar.

— ¿Hola? Me escuchas, ¿verdad? —la mujer entonces tocó la sangre del muchacho, para después llevar su dedo a su boca—. Te has lastimado tanto... Eso fue muy impulsivo de tu parte. Dudo que esto te mate, si te cuidan podrías salvarte. ¿El problema? Estamos solos, nadie podrá ayudarte. Si te quedas así te desangrarás hasta la muerte. Dudo que tus padres y la sirviente que te ayudó a escapar acepten eso.

¿Cómo sabe eso? Quiso decir el niño, pero las palabras no salieron de su boca. Al verlo así, la mujer amplió su sonrisa.

—Piénsalo cuidadosamente, pequeño. Prácticamente toda tu casa se esforzó para mantenerte vivo, y con esa acción estás menospreciando todos sus esfuerzos. Eso, si me lo preguntas, no está bien.

Al escuchar eso el chico volteó la mirada hacia la colina que se alzaba en la lejanía. Esa era la fuente del humo, y allí era donde estaba su hogar. A duras penas logró escapar, y pese a ese esfuerzo no dudó en rajar su cuello. Entonces reconoció que esa mujer tenía razón.

—Pero no te preocupes —exclamó ella con voz amable—, dije que no sobrevivirías si nadie te ayuda, pero por suerte para ti, yo puedo ayudarte.

Tras eso, la misteriosa mujer repitió su propuesta. La primera vez él no le prestó ni la más mínima atención, ni siquiera notó que estaba allí; pero ahora que la había escuchado sí que tuvo bastante interés en lo que aquella mujer tenía que decir.

—Puedes morir aquí como un perro abandonado, o dejarme prestarte mi ayuda y obtener una segunda oportunidad para vivir para honrar a tu familia —le dijo ella, notando como por fin tenía la atención del chico—. Dudo que quieras morir así. Dime, pequeño, ¿te gustaría tener otra oportunidad para vivir?

No terminó de entender lo que estaba pasando, pero las opciones eran sencillas: o aceptaba y vivía, o se negaba y moría.

Las heridas de su corazón no sanarían fácilmente, pero no quería quedarse sentado sin hacer nada al respecto. En ese momento se dio cuenta de que su misión no había terminado ahí.

Debía vivir para así poder encontrar a los responsables de su sufrimiento y, fuera como fuera, hacerlos pagar.

Debía esforzarse por obtener venganza o, de lo contrario, morir en el intento.

—Sí —dijo él, a duras penas y con un gran esfuerzo—. Quiero vivir.

Kurogami. Vol# 1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora