21. Un milagro vestido de negro

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Nuevamente, Ciel cayó de rodillas, producto de la descomunal fuerza de Tomoro. El chico y el gigante estaban en el centro del círculo que los bandidos habían formado, quienes coreaban ánimos hacia su jefe y burlas hacia el muchacho que intentaba defenderse como podía.

Desde el exterior y para los aldeanos parecía como si Ciel fuera un gallo encerrado en un corral con un felino salvaje, quien jugaba con su presa antes de devorarlo.

Cegado por su ira, Ciel se levantaba tras cada golpe y arremetía contra Tomoro, sin embargo, todos su esfuerzos eran en vano; para el gigante no era más que un juego para matar el tiempo. Los nudillos del joven se habían pelado por los golpes, sus manos estaban entumecidas, los brazos a duras penas podían moverse correctamente y la sangre combinada con sudor nublaban su vista. Lo que es más, su ojo derecho se había empapado de sangre y desde ese lado sólo podía ver rojo.

Sin embargo, y pese a estar tan aporreado, Ciel seguía levantándose. En su cabeza ya no habría otro amanecer para él; estaba seguro de que esa noche Tomoro acabaría por matarlo. Si era así, entonces estaba dispuesto a continuar luchando hasta que su corazón se detuviera.

Una vez más y lanzando un grito de furia, Ciel atacó, no obstante, Tomoro lo detuvo con sus enormes manos, lo levantó y lo lanzó al centró el círculo. El choque resultó bastante duro, tanto que la cabeza del muchacho dio vueltas y ni siquiera pudo escuchar con claridad las voces de los bandidos que reían al ver su sufrimiento.

— ¿Qué pasa, Ciel? —gritó Tomoro, tomando respiro para beber de una jarra de vino que un subordinado le entregó—. ¿No puedes más? Te recuerdo que tu hermana te espera en el bosque.

Esas palabras hicieron eco entre tanta confusión. La imagen de Lilian siendo arrastrada hacia el bosque volvió a su cabeza y, tras imaginar lo que podría estar pasando en ese momento, obtuvo las fuerzas suficientes para levantarse.

Esta vez ya no podía levantar sus brazos en su totalidad ni tampoco era capaz de controlar el temblor de sus rodillas. No obstante y tras escupir sangre, se lanzó nuevamente al ataque.

—Ciel... —se escuchó murmurar a una mujer mayor, quien junto a otras personas observaba la situación.

El juego de Tomoro había captado la atención de muchas personas. Muchos bandidos se acercaron a mirar incluso si no formaban parte del círculo, por lo que la vigilancia sobre los aldeanos había bajado considerablemente. Aunque eso les permitió juntarse y resguardar a los heridos, seguían siendo contenidos por un par de bandidos. Esos hombres estaban distraídos, pero aun así nadie se atrevía a hacer nada; temían que Tomoro se diera cuenta, detuviera su juego y ordenara masacrar a quienes quedaban.

Eso pensaban, pero ver como torturaban a Ciel era insoportable. No sólo eso, sino que el alcalde no dejaba de retorcerse y gemir por el dolor de sus heridas; el ungüento se había acabado y ya no podían hacer nada para ayudarlo. Recostado sobre unas mantas, el anciano había estado intentado aguantar las secuelas del rotundo golpe que recibió. Había soportado tanto como pudo, pero al acabarse las medicinas adormecedoras solamente restaba intentar aliviarlo con palabras y caricias. Así fue por varios minutos, pero el humor colectivo había decaído tanto que ya no se podían encontrar las palabras para calmar el sufrimiento de Evon.

— ¡Oye, tú! —exclamó uno de lo guardias a la mujer que estaba más cerca del alcalde—. ¡Has que se calle! Sus putos gritos no me dejan escuchar los momentos finales del pequeño Ciel.

Evon no podía callar sus gimoteos de dolor, y ni siquiera la presencia de sus queridos aldeanos era suficiente para aliviarlo. Temblaba, sudaba y parecía tener la mirada perdida. Cualquiera podía darse cuenta de que no podría aguantar mucho más.

Kurogami. Vol# 1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora