20. Interrogatorio

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En medio de la oscuridad de la noche, un hombre gruñó de satisfacción mientras que separaba su cadera desnuda de una mujer inocente, también desnuda.

Su expresión estaba vacía, con lágrimas secas y un hilo de baba descendiendo por sus labios. Al menos tres bandidos se habían turnado para forzarla a satisfacer sus deseos carnales; el que acababa de terminar era el cuarto. Con horror en sus expresiones, varias mujeres observaban la dantesca escena, sabiendo además que en cualquier momento podía llegar su turno.

Con aburrimiento en sus ojos, Tomoro observaba como la mitad de sus subordinados disfrutaban de la libertad que les había dado, mientras que el resto bebía, comía y vigilaban que los aldeanos se quedaran quietos. Cualquiera que intentara levantarse o siquiera decir algo corría el riesgo de ser ejecutado o de convertirse en el centro de los sádicos juegos de esos hombres. Lo único que les permitieron fue darle un tratamiento escueto al alcalde Evon; su estado era crítico, lleno de hemorragias y fracturas que, en las posibilidades del pueblo, eran imposibles de tratar. Aun así se hizo lo posible por mantenerlo estable y un grupo de personas que lo cuidaban le aplicaban ungüentos y brebajes con tal de apaciguar el dolor.

La escena casi parecía imitar el ambiente del banquete que se celebró la noche anterior, pero con un giro retorcido. En lugar de música alegre ahora se escuchaban gritos desesperados y las risas grotescas de los bandidos. La personas no podían hacer más que mantener sus cabezas agachadas, algunas rezando porque un milagro los salvara, y otros simplemente deseando que el final fuera indoloro. Todo ello iluminado por la enorme hoguera que anteriormente llenó de confort y brillo a la villa.

Los únicos bandidos que no se divertían eran los que fueron golpeados por Renku y Kuroka, y un par más que aún no se quitaban de la cabeza la imagen de su camarada siendo quemado hasta la muerte. 

En una situación normal Tomoro estaría festejando junto a sus subordinados y aprovechando la libertad hasta hartarse, pero esta ocasión era diferente. En su lugar estaba sentado de piernas cruzadas con una jarra de vino en una mano y un muslo de cerdo asado en la otra. Esa noche no tenía interés en ninguna de las entretenciones que distraían a los demás; nada podía satisfacerlo desde su encuentro esa tarde con el chico de ojos cruzados. Sus quemaduras aún le ardían y servían como recordatorio de lo que había pasado horas atrás. 

Uno de los siete líderes de la secta de los ojos cruzados le había informado que esa persona estaría rondando las cercanías de la villa, y sabiendo que se trataba de alguien que lograría entretenerlo decidió volver antes de tiempo. Era consciente de que la secta tenía planes con ese niño y que esperaban que lo capturara, pero nada de eso era realmente de su interés. La secta tenía bastantes fondos e influencia, por lo que seguirlos era una decisión inteligente; haría uno que otro favor a cambio de la protección e inmunidad que le ofrecían. 

No sabía ni le importaba qué metas tenían los líderes de la secta con ese muchacho, sólo jugaría con él hasta hartarse y luego se los entregaría.

— ¡Malnacido! —exclamó una persona a su lado, sacándolo de sus pensamientos—. ¡Ya no tenemos nada que ofrecerles! ¡Lárguense de nuestro hogar!

—Ya cállate, Ciel —dijo Tomoro—. No abuses de tu suerte. Podría matarte en cuanto quisiera.

De rodillas junto al gigante, un Ciel despojado de todo a excepción de sus pantalones había sido amarrado por todo su torso, forzado a observar como sus vecinas y amigas eran abusadas sin compasión, mientras que varios hombres y ancianos eran golpeados a modo de entretención.

— ¿Y por qué no lo haces? —gruñó el chico.

—Te lo he dicho cientos de veces, es porque eres divertido. Aunque déjame decirte una cosa que he estado pensando por mucho tiempo. Tú no eres débil, sólo pierdes contra mí porque yo soy demasiado fuerte, pero francamente tienes mucho talento y agallas.

Kurogami. Vol# 1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora