Capítulo 08: Sanadora en las Sombras

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Después de aquel tumultuoso día en el mercado, aunque mis pensamientos comienzan a estabilizarse, las cicatrices en mi corazón permanecen frescas. Sin embargo, siento que hay alguien que, inconscientemente, está sanándolas. Porque lo comprendí, comprendo lo que el Padre Edmund provoca en mí, sus palabras y actos tienen un impacto profundo, uno que me cuesta... Aceptar sabiendo lo incorrecto que es.

La desconfianza y el miedo persisten entre los aldeanos, y sé que mi presencia en el pueblo aumentara los motivos de controversia, pero, aun así, debo continuar con mi vida. No tengo tiempo para lamentaciones, ya que siempre hay alguien que necesita mi ayuda.

A pesar de los rumores que empezaron a esparcirse poco a poco y las miradas recelosas, pocas personas siguen acudiendo a mí en busca de alivio. Trato a los enfermos, alivio los dolores y ofrezco palabras de consuelo a los afligidos. Es mi deber, mi vocación, y no permitiré que el odio y la ignorancia me aparten de ello.

El día comienza con una luz pálida filtrándose a través de las ventanas de mi humilde casa. El aire es fresco y la humedad se adhiere a las paredes de piedra. Me visto con un sencillo vestido de lana marrón, áspero pero cálido, y me cubro con una capa oscura que apenas logra retener el frío de la mañana. Mis botas de cuero, desgastadas por el uso, crujen sobre el suelo de madera mientras me muevo por la habitación.

En mi pequeño laboratorio, un rincón acogedor lleno de frascos de vidrio, hierbas secas colgando del techo y una mesa de trabajo de madera, comienzo mis tareas diarias. Preparo infusiones y mezclo ungüentos con una precisión adquirida debido a ella y tras años de práctica. El aroma de la lavanda, el romero y la menta llena el aire, creando un ambiente de calma y sanación.

Mientras trituro raíces de valeriana en un mortero de piedra, un golpe suave pero desesperado en la puerta me saca de mis pensamientos. Mi corazón se acelera, una mezcla de anticipación y temor recorriendo mi cuerpo. Me limpio las manos en el delantal de lino y me dirijo hacia la puerta, cada paso resonando en el silencio de la mañana.

Abro la puerta con cautela, y ante mí se presenta una figura encorvada, envuelta en una capa desgastada por el uso y el tiempo. Mi cuerpo se relaja, pero hay una pequeña decepción en mí y tengo miedo de ello.

Es una mujer del pueblo, sus ojos reflejan una mezcla de miedo y esperanza. Sus manos temblorosas se aferran a la tela de su capa.

—Aurora, por favor, ayúdame —su voz es un susurro angustiado, apenas audible sobre el suave viento matutino.

—Señora Rebecca, pase —digo, mi voz calmada, aunque mi mente ya comienza a evaluar la situación.

La ayudo a entrar y la guío hasta una silla junto a la chimenea, donde el fuego parpadea tímidamente, proporcionando un calor reconfortante. Susurros de agradecimiento salen de sus labios mientras se acomoda, y me apresuro a prepararle una infusión caliente para calmar sus nervios.

Pero mientras preparo la infusión para la señora Rebecca, un leve temblor en mis manos traiciona el miedo que he tratado de ocultar. Miro hacia la puerta, asegurándome de que nadie más este aquí. Rápidamente tomo un respiro y voy con ella.

—¿Qué le ocurre? —pregunto con suavidad, colocando una taza humeante en sus manos temblorosas.

—Por favor. —suplica Rebecca con sus ojos llenos de desesperación y lágrimas —Mi hijo está muy enfermo, él no ha comido en dos días, y su fiebre no baja, necesito que me ayudes, no puedo con él.

—Tranquila Rebecca, haré todo lo que pueda para que mejore. —le aseguro, mi voz firme y llena de determinación—. No te preocupes, encontraremos una solución.

Recojo algunas hierbas y ungüentos, los necesarios para tratar al niño. Rebecca me observa en silencio, su mirada cargada de miedo y esperanza al mismo tiempo.

La virtud de AuroraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora