Capítulo 13: El Encuentro en la Confesión

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El amanecer trae consigo una brisa fresca que se cuela por las rendijas de mi pequeña ventana, llenando la habitación de una frialdad reconfortante. La luz del sol se filtra, dorada y cálida, iluminando mi cuarto con un resplandor que debería traer paz, pero mi corazón se siente inquieto. Me levanto lentamente, sacudiendo la neblina del sueño de mis ojos, y me preparo para el día.

Me visto con mi sencillo vestido gris oscuro, ajustando el corsé que marca ligeramente mi figura con manos temblorosas. Me cepillo el cabello, dejándolo suelto sobre mis hombros. La rutina matutina es una distracción bienvenida de los pensamientos que constantemente rondan mi mente: el padre Edmund y mis sentimientos hacia él.

Mientras desayuno un pedazo de pan y un poco de leche, mi mente ya está en la iglesia. Hoy he decidido ir a confesarme, esperando encontrar alivio para mi alma atormentada. La última vez que estuve tan cerca de él, sentí una intensidad que me dejó sin aliento, y ahora necesito hablar y no tengo con quien. ¿Qué mejor que él, aunque sea de forma anónima, para expresar el torbellino de emociones que llevo dentro? De esa forma tendré un poco de paz conmigo, ya que indirectamente le diré de mis sentimientos hacia él.

Aunque solo toca que Dios no ese enojado conmigo por enamorarme de uno de sus hijos y me ayude a que sea el padre Edmund quien me reciba.

El camino a la iglesia está tranquilo a esta hora. Las calles empedradas del pueblo están apenas comenzando a llenarse de vida, con aldeanos abriendo sus tiendas y saludándose unos a otros. Mis pasos son lentos, y mi mente repasa una y otra vez las palabras que diré en caso de que esté frente a él.

Al llegar a la iglesia, el silencio me recibe. Los vitrales coloreados proyectan sombras multicolores sobre el suelo de piedra. Al cruzar las puertas, el aroma familiar a incienso y madera vieja envuelve mis sentidos, trayendo consigo una mezcla de paz y ansiedad. Camino hacia el confesionario, mis pasos resonando en el vacío sagrado del templo.

Entro en el pequeño espacio del confesionario, cerrando la puerta tras de mí. El interior es oscuro, y me arrodillo, sintiendo la madera fría bajo mis rodillas mientras espero. El sonido de la puerta del otro lado me indica que alguien ha entrado. Mi corazón late con fuerza.

—Bendígame, padre, porque he pecado. —comienzo, mi voz apenas un susurro que se pierde en la penumbra.

El silencio que sigue es largo y tenso. Finalmente, una voz serena rompe el silencio causando un escalofrió que recorrer mi espalda.

—Dios está contigo, hija mía. ¿Cuáles son tus pecados hoy? —responde el padre Edmund desde el otro lado de la rejilla, su voz calmada y suave como siempre.

Mi corazón se aligera al reconocer su voz. Cierro los ojos un instante, agradeciendo en silencio por haber sido él quien me ha escuchado.

Respiro profundamente, buscando las palabras adecuadas para comenzar. Mis primeras confesiones son pequeñas, pecados de vanidad y de impaciencia.

—Bendígame, padre, porque he pecado. He sentido orgullo en mi corazón por mis habilidades en el tejido y la jardinería. A veces me hallo demasiado satisfecha con mis logros, olvidando que son dones de Dios.

El silencio del otro lado del confesionario es reconfortante, y prosigo, sintiendo cómo mi voz se fortalece con cada palabra confesada.

—También he sido impaciente, padre. He sentido ira en mi corazón cuando las cosas no suceden según mis deseos. He albergado pensamientos y palabras que no reflejan el amor y la paciencia que Dios nos enseña.

—Todos tenemos nuestras pruebas y dificultades, hija. La paciencia y la humildad son virtudes que debemos cultivar —responde el padre Edmund.

Siento una extraña mezcla de alivio y nerviosismo. Sus palabras son reconfortantes, pero sé que lo peor aún está por venir.

La virtud de AuroraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora