Capítulo 12: Enigma del Confesor

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La luz del atardecer se filtra a través de los vitrales de la iglesia, dibujando patrones de colores en el suelo de piedra fría. Camino despacio por el pasillo central, mis pasos resonando en el silencio sagrado. En mis manos, llevo una cesta con flores y paños limpios para el altar. El evento de la semana próxima requiere una dedicación especial, y siempre he encontrado consuelo en la preparación de la casa de Dios.

Sin embargo, hoy, mi corazón está inquieto. El lugar está solo, y solo se escuchan mis pasos y los murmullos de afuera de la gente y los sonidos de los pájaros.

Muy en el fondo anhelo encontrármelo, estar a solo pasos de él, solos y volver a sentir esa intensidad que se forma en mí por su simple presencia. Ver sus hermosos ojos claros, esa tímida sonrisa y su aroma a incienso y a algo más que solamente es de él.

Pero desde esa noche algo cambió, desde ese día que él me ayudó, desde esa vez que nuestros rostros estuvieron a escasos centímetros algo cambió en nosotros, en él.

De una manera indiscreta él se alejó de mí, pero al mismo tiempo busca algo en mí y no sé qué es y el que él me guste solo lo empeora ya que mi imaginación con él vuela y con ella las esperanzas... de estar juntos, de que él sienta igual que yo, que tenga los mismos sentimientos por mí.

Pero es muy confuso y tengo miedo a arriesgarme y perder más de lo que ya he perdido, pero es doloroso mantenerme al margen y no querer estar cerca de él, no querer contemplarlo, no querer tocarlo, no querer... estar encima de él.

Sus miradas, antes cálidas y llenas de comprensión, ahora están cargadas de algo que no logro descifrar. ¿Qué es aquello que veo en sus ojos?

Me acerco al altar y comienzo a arreglar las flores, tratando de ordenar también mis pensamientos. No puedo evitar recordar las noches en las que, sola en mi pequeña casa, mi mente se llenaba de la imagen de padre Edmund. Sus manos firmes, su voz serena y el calor de su presencia invadían mis sentidos. Me odio por esos pensamientos, pues sé que son prohibidos, pero al mismo tiempo, no puedo resistir el deseo que arde en mi interior.

Y mientras estoy ordenando las flores, de repente escucho unos suaves pasos que se acercan lentamente. Mi corazón comienza a latir más rápido y una sensación de nerviosismo se apodera de mí porque muy en el fondo sé que es él, son pocas las personas que se atreverían a estar conmigo a solas, solo él.

Levanto la mirada y la decepción cae de golpe en mí.

—Aurora, has llegado temprano —dice William de manera baja y con una gran sonrisa en su rostro.

—William, ¿qué haces por acá?

—Me ofrecí para ayudar en los preparativos de la iglesia —responde él, mostrando una pequeña caja con velas y otros adornos—. Pensé que podrías necesitar una mano.

Intento sonreírle, aunque mi corazón todavía palpita con la esperanza frustrada de ver al padre Edmund. Aun así, agradezco su compañía y comenzamos a trabajar juntos en silencio, colocando las velas y arreglando los paños en el altar. La presencia de William es reconfortante, pero no puedo evitar sentir que algo falta, algo esencial que solo el padre Edmund puede proporcionar.

William se mueve con destreza, colocando las velas con cuidado mientras me lanza miradas furtivas. Me habla en voz baja, como si temiera perturbar la paz del lugar.

—Este lugar es realmente hermoso, Aurora. No había tenido la oportunidad de verlo tan de cerca —dice, sus ojos oscuros brillando con sincero interés.

—Sí, lo es. La iglesia siempre ha sido un refugio para mí —respondo, tratando de enfocarme en mi tarea.

—Debe ser agradable tener un lugar así donde puedas encontrar paz —continúa él, acercándose un poco más—. No todos tienen esa suerte.

La virtud de AuroraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora