5. Un Cuervo y un cuervo

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Estoy a diez minutos a trote de la Escuela de Cuervos

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Estoy a diez minutos a trote de la Escuela de Cuervos.

Lo he calculado muchas noches recorriendo la muralla a hurtadillas desde el túnel del que acabo de salir hasta el punto en que vislumbro el castillo desde las alturas. También sé que debo atravesar un bosque espeso que no suele ser transitado por los mitos que lo sobrevuelan y que en él hay un claro con un pequeño lago donde pienso enjuagarme la cara y lavar la camisa blanca que, después del revolcón entre escombros, parece marrón a parches. El sofocante calor de nuestros veranos se encargará de secar el tejido en menos tiempo del que tardaré en llegar a la escuela.

Me detengo un segundo para recobrar el aliento y sigo adelante. El bosque se abre ante mí, diferente a cualquiera que haya pisado antes. El aire es denso y la ausencia de vida animal en él es... inquietante. El sol de la mañana que comienza a alzarse se filtra a través de las hojas de los árboles, creando un juego de luces y sombras en el suelo cubierto de musgo. Cada uno de mis pasos resuena en la quietud de este lugar, mientras el murmullo de las hojas danzarinas y el canto distante de pájaros que no logro identificar me acompañan en la caminata. Después de atravesar un laberinto de troncos enormes, por fin lo veo: el lago, sereno y cristalino, se extiende ante mí como un espejo apenas iluminado porque la densidad de los árboles oculta el cielo.

Corro hacia él, me deshago de la capa, del corsé repleto de dagas y de la mochila, y me inclino en la orilla mientras me quito la camisa blanca de mangas cortas para enjuagar la tela con brío. Me percato de que tengo varias raspaduras en los brazos, tierra incrustada en las heridas y la trenza completamente despeinada. Estoy hecha un asco. Menos mal que decido no mirarme la cara en el reflejo del agua. Una vez el tejido parece estar limpio o, como mínimo, decente para presentarme en la escuela, cuelgo la prenda como puedo en una de las ramas bajas del árbol más cercano. Entonces, regreso al equipamiento que he abandonado en la orilla y me encojo abrazándome a las rodillas haciéndome pequeñita.

Me derrumbo.

El llanto me nace en el estómago y se revela al mundo nublándome la vista. Me pregunto si mi padre habrá leído la carta. Si habrá advertido mi ausencia. Si Rawen estará bien. Si, a partir de ahora, odiará tanto a los mhyskardianos como yo he odiado a los Cuervos estos años. Me paso el dorso de las manos por los ojos para arrebatarme las lágrimas que solo me convierten en alguien débil, sintiendo un dolor punzante en la nariz que supera al de la mandíbula. Esto no podré hacerlo en el abismo, no frente a mis enemigos. Ser débil no es una opción. Las guerreras morimos en combate, aunque sepamos de forma anticipada que estamos destinadas a morir, porque nuestra gloria está en la muerte de aquello por lo que luchamos. Y a pesar de que hoy no podré hacer mi juramento como guerrera, me siento una de ellas. No una guerrera de las murallas, sino de Mhyskard. Mi honor está en proteger a mi familia, la que vive y la que dejó de hacerlo.

Cuando observo mis manos, están manchadas de sangre.

Pero no me asusto. Me despojo del resto de ropa, la coloco encima de la mochila con cuidado de que no se ensucie de la tierra humedecida de la orilla y me adentro en el lago. La piel de mi rostro lo agradece. Al cabo de unos minutos, el agua helada hace su trabajo: me destensa todos los músculos del cuerpo, me limpia las heridas que voy frotándome con una delicadeza impropia en mí y detiene la hemorragia de la nariz. Creo que la hinchazón no es demasiado perceptible.

©Piel de Cuervo (PDC) ROMANTASYDonde viven las historias. Descúbrelo ahora