CAPÍTULO 87 - "A mi padre y a vuestro padre"

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Había llegado el tiempo en que Cristo había de ascender al trono de su Padre. Como conquistador divino, había de volver con los trofeos de la victoria a los atrios celestiales. Antes de su muerte, había declarado a su Padre: “He acabado la obra que me diste que hiciese.” Después de su resurrección, se demoró por un tiempo en la tierra, a fin de que sus discípulos pudiesen familiarizarse con él en su cuerpo resucitado y glorioso. Ahora estaba listo para la despedida. Había demostrado el hecho de que era un Salvador vivo. Sus discípulos no necesitaban ya asociarle en sus pensamientos con la tumba. Podían pensar en él como glorificado delante del universo celestial. 

Como lugar de su ascensión, Jesús eligió el sitio con tanta frecuencia santificado por su presencia mientras moraba entre los hombres. Ni el monte de Sión, sitio de la ciudad de David, ni el monte Moria, sitio del templo, había de ser así honrado. Allí Cristo había sido burlado y rechazado. Allí las ondas de la misericordia, que volvían aun con fuerza siempre mayor, habían sido rechazadas por corazones tan duros como una roca. De allí Jesús, cansado y con corazón apesadumbrado, había salido a hallar descanso en el monte de las Olivas. La santa shekinah, al apartarse del primer templo, había permanecido sobre la montaña oriental, como si le costase abandonar la ciudad elegida; así Cristo estuvo sobre el monte de las Olivas, contemplando a Jerusalén con corazón anhelante. Los huertos y vallecitos de la montaña habían sido consagrados por sus oraciones y lágrimas. En sus riscos habían repercutido los triunfantes clamores de la multitud que le proclamaba rey. En su ladera había hallado un hogar con Lázaro en Betania. En el huerto de Getsemaní, que estaba al pie, había orado y agonizado solo. Desde esta montaña había de ascender al cielo. En su cumbre, se asentarán sus pies cuando vuelva. No como varón de dolores, sino como glorioso y triunfante rey, estará sobre el monte de las Olivas mientras que los aleluyas hebreos se mezclen con los hosannas gentiles, y las voces de la grande hueste de los redimidos hagan resonar esta aclamación: Coronadle Señor de todos. 

Ahora, con los once discípulos, Jesús se dirigió a la montaña. Mientras pasaban por la puerta de Jerusalén, muchos ojos se fijaron, admirados en este pequeño grupo conducido por Uno que unas semanas antes había sido condenado y crucificado por los príncipes. Los discípulos no sabían que era su última entrevista con su Maestro. Jesús dedicó el tiempo a conversar con ellos, repitiendo sus instrucciones anteriores. Al acercarse a Getsemaní, se detuvo, a fin de que pudiesen recordar las lecciones que les había dado la noche de su gran agonía. Volvió a mirar la vid por medio de la cual había representado la unión de su iglesia consigo y con el Padre; volvió a repetir las verdades que había revelado entonces. En todo su derredor había recuerdos de su amor no correspondido. Aun los discípulos que tan caros eran a su corazón, le habían cubierto de oprobio y abandonado en la hora de su humillación. 

Cristo había estado en el mundo durante treinta y tres años; había soportado sus escarnios, insultos y burlas; había sido rechazado y crucificado. Ahora, cuando estaba por ascender al trono de su gloria—mientras pasaba revista a la ingratitud del pueblo que había venido a salvar—¿no les retirará su simpatía y amor? ¿No se concentrarán sus afectos en aquel reino donde se le aprecia y donde los ángeles sin pecado esperan para cumplir sus órdenes?—No; su promesa a los amados a quienes deja en la tierra es: “Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo.”

Al llegar al monte de las Olivas, Jesús condujo al grupo a través de la cumbre, hasta llegar cerca de Betania. Allí se detuvo y los discípulos le rodearon. Rayos de luz parecían irradiar de su semblante mientras los miraba con amor. No los reprendió por sus faltas y fracasos; las últimas palabras que oyeron de los labios del Señor fueron palabras de la más profunda ternura. Con las manos extendidas para bendecirlos, como si quisiera asegurarles su cuidado protector, ascendió lentamente de entre ellos, atraído hacia el cielo por un poder más fuerte que cualquier atracción terrenal. Y mientras él subía, los discípulos, llenos de reverente asombro y esforzando la vista, miraban para alcanzar la última vislumbre de su Salvador que ascendía. Una nube de gloria le ocultó de su vista; y llegaron hasta ellos las palabras: “He aquí, yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo,” mientras la nube formada por un carro de ángeles le recibía. Al mismo tiempo, flotaban hasta ellos los más dulces y gozosos acordes del coro celestial.

El deseado de todas las gentesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora