Al comenzar su ministerio, Cristo había echado del templo a los que lo
contaminaban con su tráfico profano; y su porte severo y semejante al de
Dios había infundido terror al corazón de los maquinadores traficantes.
Al final de su misión, vino de nuevo al templo y lo halló tan profanado
como antes. El estado de cosas era peor aún que entonces. El atrio
exterior del templo parecía un amplio corral de ganado. Con los gritos
de los animales y el ruido metálico de las monedas, se mezclaba el
clamoreo de los airados altercados de los traficantes, y en medio de
ellos se oían las voces de los hombres ocupados en los sagrados oficios.
Los mismos dignatarios del templo se ocupaban en comprar y vender y en
cambiar dinero. Estaban tan completamente dominados por su afán de
lucrar, que a la vista de Dios no eran mejores que los ladrones.
Los sacerdotes y gobernantes consideraban liviana cosa la solemnidad de
la obra que debían realizar. En cada Pascua y fiesta de las cabañas, se
mataban miles de animales, y los sacerdotes recogían la sangre y la
derramaban sobre el altar. Los judíos se habían familiarizado con el
ofrecimiento de la sangre hasta perder casi de vista el hecho de que era
el pecado el que hacía necesario todo este derramamiento de sangre de
animales. No discernían que prefiguraba la sangre del amado Hijo de
Dios, que había de ser derramada para la vida del mundo, y que por el
ofrecimiento de los sacrificios los hombres habían de ser dirigidos al
Redentor crucificado.
Jesús miró las inocentes víctimas de los sacrificios, y vio cómo los
judíos habían convertido estas grandes convocaciones en escenas de
derramamiento de sangre y crueldad. En lugar de sentir humilde
arrepentimiento del pecado, habían multiplicado los sacrificios de
animales, como si Dios pudiera ser honrado por un servicio que no nacía
del corazón. Los sacerdotes y gobernantes habían endurecido sus
corazones con el egoísmo y la avaricia. Habían convertido en medios
de ganancia los mismos símbolos que señalaban al Cordero de Dios. Así se
había destruido en gran medida a los ojos del pueblo la santidad del
ritual de los sacrificios. Esto despertó la indignación de Jesús; él
sabía que su sangre, que pronto había de ser derramada por los pecados
del mundo, no sería más apreciada por los sacerdotes y ancianos que la
sangre de los animales que ellos vertían constantemente.
Cristo había hablado contra estas prácticas mediante los profetas.
Samuel había dicho: "¿Tiene Jehová tanto contentamiento con los
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El deseado de todas las gentes
SpiritüelA través de las páginas de esta obra conocerás a profundidad la vida en la tierra del Ser más maravilloso que haya podido pisar nuestro mundo. Este libro está cargado de detalles que te llevarán a vislumbrar la vida de quien es El Deseado de todas l...