Después de haber pasado toda la noche en el monte, a la salida del sol
Jesús y sus discípulos descendieron a la llanura. Absortos en sus
pensamientos, los discípulos marchaban asombrados y en silencio. Pedro
mismo no tenía una palabra que decir. Gustosamente habrían permanecido
en aquel santo lugar que había sido tocado por la luz del cielo, y donde
el Hijo de Dios había manifestado su gloria; pero había que trabajar
para el pueblo, que ya estaba buscando a Jesús desde lejos y cerca.
Al pie de la montaña se había reunido una gran compañía conducida allí
por los discípulos que habían quedado atrás pero que sabían adónde se
había dirigido Jesús. Al acercarse el Salvador, encargó a sus tres
compañeros que guardasen silencio acerca de lo que habían presenciado,
diciendo: "No digáis a nadie la visión, hasta que el Hijo del hombre
resucite de los muertos." La revelación hecha a los discípulos había de
ser meditada en su corazón y no divulgada. El relatarla a las multitudes
no habría hecho sino excitar el ridículo o la ociosa admiración. Y ni
aun los nueve apóstoles iban a comprender la escena hasta después que
Cristo hubiese resucitado de los muertos. Cuán lentos de comprensión
eran los mismos tres discípulos favorecidos, puede verse en el hecho de
que, a pesar de todo lo que Cristo había dicho acerca de lo que le
esperaba, se preguntaban entre sí lo que significaría el resucitar de
entre los muertos. Sin embargo, no pidieron explicación a Jesús. Sus
palabras acerca del futuro los habían llenado de tristeza; no buscaron
otra revelación concerniente a aquello que preferían creer que nunca
acontecería.
Al divisar a Jesús, la gente que estaba en la llanura corrió a su
encuentro, saludándole con expresiones de reverencia y gozo. Sin
embargo, su ojo avizor discernió que estaban en gran perplejidad. Los
discípulos parecían turbados. Acababa de ocurrir una circunstancia
que les había ocasionado amargo chasco y humillación.
Mientras estaban esperando al pie de la montaña, un padre les había
traído a su hijo para que lo librasen de un espíritu mudo que le
atormentaba. Cuando Jesús mandó a los doce a predicar por Galilea, les
había conferido autoridad sobre los espíritus inmundos para poder
echarlos. Mientras conservaron firme su fe, los malos espíritus habían
obedecido sus palabras. Ahora, en el nombre de Cristo, ordenaron al
espíritu torturador que dejase a su víctima, pero el demonio no había
hecho sino burlarse de ellos mediante un nuevo despliegue de su poder.
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El deseado de todas las gentes
SpiritüelA través de las páginas de esta obra conocerás a profundidad la vida en la tierra del Ser más maravilloso que haya podido pisar nuestro mundo. Este libro está cargado de detalles que te llevarán a vislumbrar la vida de quien es El Deseado de todas l...