CAPÍTULO 78 - El Calvario

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“Y como vinieron al lugar que se llama de la Calavera, le crucificaron allí.” 

“Para santificar al pueblo por su propia sangre,” Cristo “padeció fuera de la puerta.”1 Por la transgresión de la ley de Dios, Adán y Eva fueron desterrados del Edén. Cristo, nuestro substituto, iba a sufrir fuera de los límites de Jerusalén. Murió fuera de la puerta, donde eran ejecutados los criminales y homicidas. Rebosan de significado las palabras: “Cristo nos redimió de la maldición de la ley, hecho por nosotros maldición.”

Una vasta multitud siguió a Jesús desde el pretorio hasta el Calvario. Las nuevas de su condena se habían difundido por toda Jerusalén, y acudieron al lugar de su ejecución personas de todas clases y jerarquías. Los sacerdotes y príncipes se habían comprometido a no molestar a los seguidores de Cristo si él les era entregado, así que los discípulos y creyentes de la ciudad y región circundante pudieron unirse a la muchedumbre que seguía al Salvador. 

Al cruzar Jesús la puerta del atrio del tribunal de Pilato, la cruz que había sido preparada para Barrabás fué puesta sobre sus hombros magullados y ensangrentados. Dos compañeros de Barrabás iban a sufrir la muerte al mismo tiempo que Jesús, y se pusieron también cruces sobre ellos. La carga del Salvador era demasiado pesada para él en su condición débil y doliente. Desde la cena de Pascua que tomara con sus discípulos, no había ingerido alimento ni bebida. En el huerto de Getsemaní había agonizado en conflicto con los agentes satánicos. Había soportado la angustia de la entrega, y había visto a sus discípulos abandonarle y huir. Había sido llevado a Annás, luego a Caifás y después a Pilato. De Pilato había sido enviado a Herodes, luego de nuevo a Pilato. Las injurias habían sucedido a las injurias, los escarnios a los escarnios; Jesús había sido flagelado dos veces, y toda esa noche se había producido una escena tras otra de un carácter capaz de probar hasta lo sumo a un alma humana. Cristo no había desfallecido. No había pronunciado palabra que no tendiese a glorificar a Dios. Durante toda la deshonrosa farsa del proceso, se había portado con firmeza y dignidad. Pero cuando, después de la segunda flagelación, la cruz fué puesta sobre él, la naturaleza humana no pudo soportar más y Jesús cayó desmayado bajo la carga. 

La muchedumbre que seguía al Salvador vió sus pasos débiles y tambaleantes, pero no manifestó compasión. Se burló de él y le vilipendió porque no podía llevar la pesada cruz. Volvieron a poner sobre él la carga, y otra vez cayó desfalleciente al suelo. Sus perseguidores vieron que le era imposible llevarla más lejos. No sabían dónde encontrar quien quisiese llevar la humillante carga. Los judíos mismos no podían hacerlo, porque la contaminación les habría impedido observar la Pascua. Entre la turba que le seguía no había una sola persona que quisiese rebajarse a llevar la cruz. 

En ese momento, un forastero, Simón cireneo, que volvía del campo, se encontró con la muchedumbre. Oyó las burlas y palabras soeces de la turba; oyó las palabras repetidas con desprecio: Abrid paso para el Rey de los judíos. Se detuvo asombrado ante la escena; y como expresara su compasión, se apoderaron de él y colocaron la cruz sobre sus hombros. 

Simón había oído hablar de Jesús. Sus hijos creían en el Salvador, pero él no era discípulo. Resultó una bendición para él llevar la cruz al Calvario y desde entonces estuvo siempre agradecido por esta providencia. Ella le indujo a tomar sobre sí la cruz de Cristo por su propia voluntad y a estar siempre alegremente bajo su carga. 

Había no pocas mujeres entre la multitud que seguía al Inocente a su muerte cruel. Su atención estaba fija en Jesús. Algunas de ellas le habían visto antes. Algunas le habían llevado sus enfermos y dolientes. Otras habían sido sanadas. Al oír el relato de las escenas que acababan de acontecer, se asombraron por el odio de la muchedumbre hacia Aquel por quien su propio corazón se enternecía y estaba por quebrantarse. Y a pesar de la acción de la turba enfurecida y de las palabras airadas de sacerdotes y príncipes, esas mujeres expresaron su simpatía. Al caer Jesús desfallecido bajo la cruz, prorrumpieron en llanto lastimero. Esto fué lo único que atrajo la atención de Cristo. Aunque abrumado por el sufrimiento mientras llevaba los pecados del mundo, no era indiferente a la expresión de pesar. Miró a esas mujeres con tierna compasión. No eran creyentes en él; sabía que no le compadecían como enviado de Dios, sino que eran movidas por sentimientos de compasión humana. No despreció su simpatía, sino que ésta despertó en su corazón una simpatía más profunda por ellas. “Hijas de Jerusalem—dijo,—no me lloréis a mí, mas llorad por vosotras mismas, y por vuestros hijos.” De la escena que presenciaba, Cristo miró hacia adelante al tiempo de la destrucción de Jerusalén. En ese terrible acontecimiento, muchas de las que lloraban ahora por él iban a perecer con sus hijos. De la caída de Jerusalén, los pensamientos de Jesús pasaron a un juicio más amplio. En la destrucción de la ciudad impenitente, vió un símbolo de la destrucción final que caerá sobre el mundo. Dijo: “Entonces comenzarán a decir a los montes: Caed sobre nosotros; y a los collados: Cubridnos. Porque si en el árbol verde hacen estas cosas, ¿en el seco, qué se hará?” Por el árbol verde, Jesús se representó a sí mismo, el Redentor inocente. Dios permitió que su ira contra la transgresión cayese sobre su Hijo amado. Jesús iba a ser crucificado por los pecados de los hombres. ¿Qué sufrimiento iba entonces a soportar el pecador que continuase en el pecado? Todos los impenitentes e incrédulos iban a conocer un pesar y una desgracia que el lenguaje no podría expresar. Entre la multitud que siguió al Salvador hasta el Calvario, había muchos que le habían acompañado con gozosos hosannas y agitando palmas, mientras entraba triunfantemente en Jerusalén. Pero no pocos de aquelllos que habían gritado sus alabanzas porque era una acción popular, participaban en clamar: “Crucifícale, crucifícale.” Cuando Cristo entró en Jerusalén, las esperanzas de los discípulos habían llegado a su apogeo. Se habían agolpado en derredor de su Maestro, sintiendo que era un alto honor estar relacionados con él. Ahora, en su humillación, le seguían de lejos. Estaban llenos de pesar y agobiados por las esperanzas frustradas. Ahora se verificaban las palabras de Jesús: “Todos vosotros seréis escandalizados en mí esta noche; porque escrito está: Heriré al Pastor, y las ovejas de la manada serán dispersas.” Al llegar al lugar de la ejecución, los presos fueron atados a los instrumentos de tortura. Los dos ladrones se debatieron en las manos de aquellos que los ponían sobre la cruz; pero Jesús no ofreció resistencia. La madre de Jesús, sostenida por el amado discípulo Juan, había seguido las pisadas de su Hijo hasta el Calvario. Le había visto desmayar bajo la carga de la cruz, y había anhelado sostener con su mano la cabeza herida y bañar la frente que una vez se reclinara en su seno. Pero se le había negado este triste privilegio. Juntamente con los discípulos, acariciaba todavía la esperanza de que Jesús manifestara su poder y se librara de sus enemigos. Pero su corazón volvió a desfallecer al recordar las palabras con que Jesús había predicho las mismas escenas que estaban ocurriendo. Mientras ataban a los ladrones a la cruz, miró suspensa en agonía. ¿Dejaría que se le crucificase Aquel que había dado vida a los muertos? ¿Se sometería el Hijo de Dios a esta muerte cruel? ¿Debería ella renunciar a su fe de que Jesús era el Mesías? ¿Tendría ella que presenciar su oprobio y pesar sin tener siquiera el privilegio de servirle en su angustia? Vió sus manos extendidas sobre la cruz; se trajeron el martillo y los clavos, y mientras éstos se hundían a través de la tierna carne, los afligidos discípulos apartaron de la cruel escena el cuerpo desfalleciente de la madre de Jesús. El Salvador no dejó oír un murmullo de queja. Su rostro permaneció sereno. Pero había grandes gotas de sudor sobre su frente. No hubo mano compasiva que enjugase el rocío de muerte de su rostro, ni se oyeron palabras de simpatía y fidelidad inquebrantable que sostuviesen su corazón humano. Mientras los soldados estaban realizando su terrible obra, Jesús oraba por sus enemigos: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.” Su espíritu se apartó de sus propios sufrimientos para pensar en el pecado de sus perseguidores, y en la terrible retribución que les tocaría. No invocó maldición alguna sobre los soldados que le maltrataban tan rudamente. No invocó venganza alguna sobre los sacerdotes y príncipes que se regocijaban por haber logrado su propósito. Cristo se compadeció de ellos en su ignorancia y culpa. Sólo exhaló una súplica para que fuesen perdonados, “porque no saben lo que hacen.” Si hubiesen sabido que estaban torturando a Aquel que había venido para salvar a la raza pecaminosa de la ruina eterna, el remordimiento y el horror se habrían apoderado de ellos. Pero su ignorancia no suprimió su culpabilidad, porque habían tenido el privilegio de conocer y aceptar a Jesús como su Salvador. Algunos iban a ver todavía su pecado, arrepentirse y convertirse. Otros, por su impenitencia, iban a hacer imposible que fuese contestada la oración de Cristo en su favor. Pero asimismo se cumplía el propósito de Dios. Jesús estaba adquiriendo el derecho a ser abogado de los hombres en la presencia del Padre. 

El deseado de todas las gentesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora