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Cada hora que pasaba se sentía eterna, cada minuto hacía que mi corazón latiera más lento, y cada segundo me costaba más respirar.

Definitivamente ya no podía más.

Mis lágrimas caían sin cesar; estos días he llorado demasiado. Sentía un dolor inexplicable, como si me arrancaran algo del pecho, como si me estuvieran quitando una mitad de mí.

Apretaba el unicornio que tenía en mis manos mientras más lágrimas caían. La garganta la tenía seca, ya no quería hablar. Llevaba más de la mitad del día sin comer, aunque tenía ganas. Aún era de madrugada y faltaban pocas horas para llegar al punto de encuentro. Deseaba que ese momento llegara, pero el tiempo pasaba tan lento, sentía una eternidad. Tenía fe en que todo saldría bien, no veía la hora de tenerlo en mis brazos, de sentirlo nuevamente. Sencillamente, sentía que sin mi hijo no era nada.

Mi llanto no se calmaba. Estaba en su habitación, sentada en su cama, aferrándome a su unicornio, con el que dormía todas las noches. Tal vez así lo sentía más cerca. Tenía el corazón hecho añicos; no sabía dónde estaba, si había comido o si aún vivía.

—¿Qué hice para merecer esto? —pensé—. Es un dolor que no puedo explicar. Solo quiero que esté conmigo.

Hubiera dado el dinero sin dudar si hubiera sabido que esto iba a pasar. Tener a mi hijo a mi lado no tiene precio.

—¿Aún no puedes dormir, pequeña? —se oyó una voz desde la puerta de la habitación de mi hijo.

No había podido dormir, no tenía ganas. Sentía que en cualquier momento podían avisarme algo sobre mi hijo.

Negué con la cabeza y abracé más el unicornio.

—¿No tienes hambre? —encendió la luz de la habitación y mis ojos ardieron.

Se acercó más a mí, se sentó en la cama también, y puso la mano en mi pierna.

Negué otra vez.

—Hice panqueques —sonrió lentamente.

—¿A esta hora? —hablé por primera vez.

No tenía ganas de hablar, pero no pude evitarlo.

—Sí, no has comido en todo el día, Lali —acarició un poco más mi pierna, lo que me hizo estremecer.

—A esta hora menos me va a dar hambre —comenté sin ganas.

—Ya están servidos en la mesa —murmuró.

Le regalé una sonrisa triste. Peter no me ha dejado sola estos días; siempre está conmigo. Aunque hemos tenido momentos difíciles y algunas peleas, ha estado a mi lado. También es un momento difícil para él. No duerme y ha estado golpeando todo. Sé que es su forma de liberar lo que siente, la culpa por lo que está pasando, pero tengo claro que él no es culpable.

—En serio no tengo hambre, Peter —solté.

Él apretó mi muslo y me regaló un puchero que me debilitó un poco.

—Pequeña, por favor, vamos a comer. Sé que es muy tarde, pero todo el día no has comido casi nada, tienes que alimentarte —dijo con voz suave.

Solté un pequeño bufido y suspiré.

—Hey... —me calló—. Vamos, te haré avioncito —sonrió—. Te doy permiso para que tú me lo hagas a mí.

Revolví los ojos. Era como un niño de cinco años. Para que no siguiera molestando, me levanté de la cama, lo agarré de la mano y lo llevé al comedor.

Ahí estaba ya servida la comida. Me mordí el labio. Peter era tan tierno que se preocupaba mucho por mí. Sentía que había cambiado, como era antes. También, las semanas que estuvo con Bruno fue un buen papá, pero ahora se culpa porque solo estuvo un par de días con él y después lo secuestraron. Piensa que pudo ser un mejor padre antes, pero igual no podemos cambiar el pasado.

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