Capítulo 7 "Lucy Baker"

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Los sirvientes estaban más tranquilos a raíz de la partida de los duques de Monfort. La estancia se respiraba ligera, muda y bastante aburrida.
   Aquel día el calor comenzó a ascender cerca de las diez de la mañana,  y pronto quedó claro para todos que el verano estaba apoderándose del campo.
   La cocina tenía a pocos sirvientes deambulando en silencio, hasta que Lucy, la cocinera, entró acompañada de una mirada desesperada que alertó a la mayoría.

—¿Dónde se metió Will?

El resto fingió no saber la respuesta.

—No quiero preguntar de nuevo.

Una de las jovencitas se compadeció de ella al mirarla casi a punto de soltarse a llorar.

—Está en el prado —le contestó.

—¿De nuevo ahí?

Lucy sabía que William, siendo el guardabosques, acostumbraba a pasar el tiempo ahí en horas laborales. Pero ese día no estaba obligado a pasear sin rumbo por los terrenos del duque. Era descanso oficial.

—Will está bien —tranquilizó el mayordomo.

—Señor Givents, conozco a mi hijo —repuso molesta —, yo sé que no está bien.

—Su padre acaba de morir. Trata de entender.

—Ese hombre no solo era su padre, era mi esposo.

La voz de Lucy se apagó de forma inmediata. Su pecho empezó a temblar y pronto su rostro se descompuso en una mueca cubierta de llanto. El hombre la miró y no pudo resistirse a estrecharle la mano como gesto de compasión.

—Vamos, Lucy. Will está haciendo todo lo que puede, sé paciente con él.

La mujer levantó la mirada con una indicación clara de enfado.

—¿Qué está tratando de decir? —respondió.

—Will tiene que hacerse cargo de ti, que eres una mujer mayor. Y de Beth, no se te olvide que ya entró a edad casadera.

El hombre no quiso continuar la conversación en la estancia, rodeados del resto de sirvientes.
   Con la mayor suavidad que pudo, colocó su mano en la espalda de ella y la condujo hasta los patios.
   Una vez ahí, se puso de frente y le ayudó a limpiarse el rostro.
   Givents ya estaba acostumbrado a las lágrimas de aquella mujer, a la que conocía desde joven, desde antes de que se casara con su mejor amigo de la infancia: el señor Jack Baker.
   Ya habían pasado tres semanas desde su muerte, y Lucy aún no podía asimilarlo. Incluso todos se aseguraban de estar cerca de ella cuando la costumbre le hacía llamarlo a horas de la comida, o cuando necesitaba pedir alguna autorización. Era tan frágil cuando lloraba, que nadie se resistía a ignorarla.
   En cuanto Givents la tranquilizó y ella pudo respirar sin lanzar un quejido, decidió que era momento de hablar.

—¿Por qué no has consultado con William sobre lo que estás haciendo? Ahora es el cabeza de tu familia.

—Ya sabe cómo es mi hijo —le recordó.

—Él tiene derecho a saberlo —insistió.

—¿Cree que es fácil para mí decirle que he estado buscando a su hermano para que nos ayude con dinero, ahora que nos quedamos sin nada?

Lucy se apretó los nudillos.

—¿Y ha tenido la decencia de contestarte? 

El hombre se sorprendió cuando ella negó con la cabeza.

—Gracias a Dios sigue con los Callaghan.  Pero no me ha hecho ningún caso, ni siquiera ahora que le he mandado más cartas.

—¿Estás consciente del riesgo que eso implica?

Ella asintió.

—He sido precavida. Antes le enviaba una sola carta por año y me aseguraba de hacérsela llegar por medio del mismo sirviente sin darle ningún dato mío. Pero ahora —pausó de pronto —, tengo las últimas semanas enviándole una diaria.

Givents notó en ella una actitud que le causó irritación. Su rostro se torció y tuvo que parar unos segundos para evitar soltar palabras demasiado duras.

—¿Cómo puedes mostrarte agradecida después de lo que ese matrimonio le hizo a tu familia?

—Gracias a eso mi hijo mayor ahora es un lord. ¿Sabe lo que eso significa? —arrojó esperanzada. 

—Significa que ahora puedes reclamar lo que te hicieron. Tu hijo ya es un adulto que comprenderá tus razones. 

—No puedo hacer eso. Si le digo a mi hijo la verdad, no me creerá. 

—Lucy, yo apreciaba muchísimo a Jack, pero no le voy a perdonar nunca que permitiera tremenda bajeza de parte de esa familia hacia ti y tus hijos.

—Jack es mi esposo, tiene todo el derecho a decidir lo que es mejor para nosotros.

Givents la miró entristecido. La mujer ni siquiera se daba cuenta de que aún hablaba de su esposo como si siguiera por ahí deambulando en los pasillos.

—¿Permitir que les robaran a su hijo? 

Lucy se quedó muda. Enrojecida del rostro a causa de las lágrimas.

—Tú no apoyas a Will —acusó Givents.

—Es él, el que nunca quiere hablar conmigo.

—El muchacho tiene su orgullo, Lucy. Él intuye que esperas buscar a Edward ahora que han quedado vulnerables. Ni siquiera confías en él.

Cuando Lucy agachó la mirada, Givents se enfadó. Giró los ojos hacia el cielo, como si buscara paciencia, y soltó un profundo suspiro que parecía llevar consigo décadas de frustración y preocupación por la familia de Lucy. Su rostro, normalmente sereno y compasivo, se tensó en una expresión de descontento.

—El orgullo no sirve cuando se tienen necesidades —respondió ella.

—Esa actitud —enfatizó —, fue la que provocó que Jack entregara a su hijo a unos desconocidos. Prefirió sufrir la humillación antes que ser valiente y respetar su honor.

—Señor Givents, aprecio su amistad pero sus palabras van más allá del límite que le permito —dijo con firmeza.

—Tenemos años de conocernos, no puedes reprochar mi forma de decirte las cosas. Sabes que tengo razón.

Él la miró a los ojos. Quería que supiera que su apoyo total era para William.

—Edward tiene que saber que lo necesitamos. Siempre le hablé de mí, pero no sabe que tiene hermanos.

Al sacar una carta de su bolsillo izquierdo, Givents meneó la cabeza.

—¿Por qué no dejas que Will se haga cargo? —preguntó con una mirada preocupada.

Lucy frunció el ceño.

—¡Porque es demasiado para él! Sé muy bien que él también sufre y no quiero cargarlo con más responsabilidades. Su hermano debe ayudarnos.

—Ese muchacho los desprecia, Lucy. No deberías seguir insistiendo.

—Por favor —rogó.

—¿Qué esperas que tu hijo haga?

—Necesito que quiera buscarme. Señor Givents, solo si se siente inclinado a encontrarnos, escuchará y accederá a ayudarnos —dijo esperanzada.

—Mejor voy a ir a buscar a Will.

Lucy guardó la carta en el bolsillo de su delantal.

—Dígale que venga a casa.

Sus lágrimas lo conmovieron.
Antes de irse, le obsequió una mirada tranquilizadora y luego la acompañó hasta la cocina.
   Sabía que todos querían a Lucy. Era una mujer sensible que curaba a cualquiera con sus gestos de atención, mostrando en actos su desinteresada generosidad; esa que le impulsaba a ser de esas personas que podían esperar durante horas solo para poder ofrecer su compañía, la maravillosa sensación de comprensión o el poder sanador de una comida caliente.
   El viejo Gregory Givents la conoció desde que era una jovencita de piel alisada, con unos expresivos ojos color miel que tenían un brillo y energía que la hacían parecer mucho más joven, de cabellos castaños, que sorprendía no solo por su apariencia, sino porque se ganaba el cariño de cualquiera que escuchara la ternura en su voz y la delicadeza de sus elogios.
   Al ser esposa de su mejor amigo, llegaron a compartir muchos momentos y, en el transcurso del tiempo, la vio convertirse no solo en la mujer con el mayor historial de confianza entre sus distintos amos, sino también en la madre de tres hijos por los cuales ahora lamentablemente lloraba tras cada rincón.
   Edward, que era el mayor, le había sido arrebatado de manera cruel antes de que pudiera cumplir su primer año de edad.
   En ese tiempo ella y su esposo trabajaban para el matrimonio Callaghan. Nunca tuvieron problemas y siempre fueron empleados confiables y complacientes, razón por la cual hasta la fecha, Givents pensaba que ese había sido el error que los llevó a su desgracia.
   En el invierno de mil ochocientos uno, lady Katherine perdió al único bebé que había logrado llegar a los siete meses tras un accidente en su habitación.  
  Temeroso de que su mujer también perdiera la cordura debido a la tristeza, su esposo tomó la decisión de adueñarse del único bebé que habitaba la casa y al cual su mujer ya le había tomado un cariño excesivo.
   Cuando sus padres se interpusieron a tal acto, lord Callaghan amenazó a Jack con desaparecer de su vida a su hijo y, ante el temor de no volver a verlo, accedió a dárselo con tal de permitirles a él y a su esposa seguir trabajando.
   Lucy jamás olvidó el día que Archibalde Callaghan entró a su casa para arrancarle a su bebé de sus brazos. Estaba derribada en el suelo, con sollozos fuertes esperando que su esposo pudiera intervenir. Pero no lo hizo. Sus manos se quedaron extendidas y se arrastró hasta los pies de lord Callaghan para rogar su misericordia. Pero no fue suficiente.
   Desde ese día, perdió no sólo el brillo de sus ojos, sino también la mitad de su alma, la mitad de su corazón.
   El hombre aceptó por un tiempo tenerlos en su casa, pero después los despidió de la familia bajo la amenaza de meterlos a la cárcel por cualquier motivo que se le ocurriera a lord Callaghan.
   Givents cerró los ojos por un instante al recordar el semblante destruido de una madre a la que le han robado la vida.
   Él sabía toda la carga que llevaba Lucy, la cual empezó a enviar cartas a su hijo diez años después de haber sido despedidos de la residencia Callaghan.
   El terror ante la amenaza de la familia le impidió mucho tiempo revelar la verdad, pero con los años, Lucy desarrolló una determinación que se alimentaba de su ira y su frustración, y cuya fuerza la impulsó a seguir buscando a su hijo para decirle que ella no lo había abandonado, sino que se lo habían arrebatado.
   Cuando Givents por fin llegó al prado, dejó atrás todos aquellos recuerdos. La vida había sido injusta con Lucy, pero después de tantos años consideraba que los dos hijos que había tenido la fortuna de criar a su lado, eran el mayor consuelo que podía agradecer.
   William, con su fuerza y determinación, era el hombre que Lucy, muy en el fondo, hubiera esperado en Jack. Alguien que no se asustaba de los desafíos y protegía a su familia con todo su ser. Y Elizabeth, su hija menor, era el reflejo perfecto de lo que alguna vez ella fue: una niña con una sonrisa radiante y un corazón lleno de amor.
   Mientras avanzaba, se concentró más en la búsqueda del muchacho, quien solía adentrarse en la espesura del bosque justamente para no ser encontrado.
   Sus piernas sintieron un temblor que pronto lo llevó a recargarse en el árbol más cercano. Suspiró y se encorvó un poco para tomarse un respiro, y a los pocos minutos reanudó la marcha cuesta arriba.

—¡Will!

Givents divisó al joven a veinte metros de distancia, caminando hacia la colina. Al escuchar el llamado, William se detuvo y le hizo una señal de espera. Luego, con agilidad, regresó hasta él para evitar que el anciano subiera la cuesta.

—Tus rodillas arderán para el anochecer —señaló el muchacho.

El hombre lanzó un suspiro en cuanto se puso erguido. Había estado encorvado buen rato tratando de recuperar el aliento.

—Jovencito engreído, ¿Crees que con ese comentario harás que desista? 

Will frunció la nariz en una mueca divertida. Se sintió agradecido de que al menos alguien estuviera  interesado en su estado de ánimo como para ir a buscarlo en medio de todo ese terreno.

—¿Vienes de parte de mi madre, no es así?  —Will elevó las cejas.

—La pobre está preocupada por ti.

—No me digas —el resentimiento detrás de su comentario no pasó desapercibido para Givents.

—Hijo, ¿Qué piensas hacer ahora que tu padre murió?

Will arrojó un piedrecita sobre el pasto. Tenía el puño derecho repleto de ellas.

—Mi deber es cuidar de las dos mujeres que viven conmigo.

—¿Piensas buscar a tu hermano?

La mención de Edward hizo que Will terminara de estrellar las piedras contra un árbol. La fuerza detrás de ello, solo evidenció la impotencia de su corazón. 

—¿Por qué debería buscarlo? A él no le interesamos.

Él sabía que su madre seguía empeñada en encontrar a ese hermano perdido. Veintiséis cartas y ni una respuesta. ¡Qué sorpresa! Su madre lloraba por las noches, y él se preguntaba por qué seguía perdiendo el tiempo.
   ¿No había aprendido ya que Edward no quería saber nada de ellos? Se le ponían los ojos rojos de rabia al pensar en todos los años que habían malgastado esperando.
   Su madre decía que todo llegaría al tiempo de Dios, pero William sabía que era simplemente porque Edward era un cobarde. No valía la pena seguir esperando.

—Tu madre me dijo que ahora es un lord. Tal vez pueda mejorar su situación económica.

Givents conocía la firmeza de William. Sabía lo que pensaba, pero al mismo tiempo, era su deseo poder conciliar un poco en la relación desgastada que tenía el muchacho con su madre.

—Más razón tiene para despreciarnos. Solo somos sirvientes.

—Tal vez acepte.

Will meneó la cabeza.

—Eso no será necesario. Los duques son bastante generosos con nosotros, y mientras tengamos trabajo no nos faltará ni la comida ni dónde vivir.

El muchacho se cruzó de brazos una vez que sus manos se quedaron sin ningún objeto entre los dedos para poder apretarlo.

—Vamos.

—Puede que eso esté resuelto —detuvo el viejo —, pero debes tener en cuenta que tu hermana ya está en edad casadera y no tienen para la dote.

—Trabajaré hasta reunirla pero jamás se la pediré a Edward. Y este será el último comentario que escuche sobre esto —sentenció.

—Está bien, hijo. Pero debes considerar que tu madre está sufriendo. Ella necesita saber que tiene esperanza.

Will frunció el ceño.

—No hay esperanza, mi hermano no nos quiere. Y yo no voy a humillarme pidiéndole ayuda.

Givents suspiró, reconociendo que Will no cambiaría de opinión tan fácil. A pesar de sugerir lo contrario, el muchacho se mantuvo firme, y eso lo llenó de orgullo.
   Sabía que esa determinación lograría que Lucy y su hija fueran defendidas ante cualquiera que quisiera lastimarlas, y no sería un cobarde sin honor, como lamentablemente lo había sido su padre.
   Admiraba su independencia, su dignidad. Y no podía evitar sentir que ese era el hijo que verdaderamente merecía su respeto y consideración. Porque a pesar de la necesidad, y a diferencia de Lucy, Will no iba a estar dispuesto a buscar la caridad de una persona que había estado ausente durante tanto tiempo.




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