—¿Dónde está la señorita?
Lucy estaba atareada tratando de acondicionar la habitación de Elizabeth para hacerla un poco más amplia y cómoda.
Cambió las cortinas, sacó mantas nuevas y retiró muebles pequeños para dejar libre la alfombra que se extendía desde la ventana hasta la cama.
—Me dijo que quería calentarse un poco frente a la chimenea —contestó Beth.
—Estoy muy preocupada por esta lluvia. Si la tormenta continúa, imagina lo que será para la señorita tener que convivir con personas como nosotros.
—Hasta ahora se ha portado un poco más cordial. Pero sabes —pausó un momento antes de continuar limpiando la cama —, ella y Will se parecen —sonrió.
Lucy se preocupó aún más.
—¿Tú crees?
—Ambos están amargados.
Un suspiro salió de su boca.
—¿Y por qué sonríes? —Lucy estaba confundida.
Elizabeth se encogió de hombros y optó por ya no decir nada. Conocía a su madre, y no había nada que le asustara más, que el hecho de sospechar problemas. No importaba si estos eran reales o imaginarios, su apacibilidad salía por la ventana una vez que dejaba entrar el temor por la puerta.
—Lo que daría yo por ponerme los vestidos tan hermosos que la señorita usa, o al menos ver o hablar con un caballero como esos que habitan en los salones de baile —dijo Beth para distraerla.
—De nuevo estás soñando despierta —advirtió.
Una sonrisa melancólica se esbozó en sus labios, reflejando claro su resignación.
Elizabeth sabía que su madre, una mujer práctica y terrenal, no compartía su inclinación por los sueños y fantasías que habían llenado su imaginación desde la juventud.
Tenía la idea de que captar la atención de un caballero de noble cuna y, aún más, de contraer matrimonio con alguien de la alta sociedad, parecía un objetivo inalcanzable, un castillo en el aire que pronto se desvanecería ante la dura realidad.
Ella también lo sabía. Su destino estaba ligado a la modesta existencia que le había sido asignada, lejos de los salones de baile y las elegantes recepciones que solo conocía a través de los relatos de las novelas que devoraba en secreto.
A pesar de ello, su corazón seguía aferrado a esos sueños, aunque solo fuera en la intimidad de sus pensamientos.
Lucy sonrió escasa al verla tan pensativa, y entonces la ánimo a terminar la tarea de limpieza.
Ella le correspondió y abandonó sus fantasías, luego fue en búsqueda de Rosemund y le dio la noticia de que la habitación por fin estaba lista para que pudiera hacer uso de ella.
Cuando la dejaron a solas, Beth se apresuró a calentar la cena. Lucy ya había preparado gran parte de ello y sólo se estaba ocupando de sacudir la mesa y las sillas disponibles.
William las observó muy atento desde la puerta de la entrada. Había estado todo ese tiempo mirando caer la lluvia con la esperanza de que se apaciguara.
—¿Tendremos a la reina Victoria en casa?
—Will, no es momento. Queremos que nuestro hogar se sienta agradable —contestó Lucy.
—Que rápido olvidaron la forma en la que esa señorita las trató en la residencia de los duques.
Beth dejó de lado la actividad de la comida y se encaminó hasta él para tomarlo del brazo.
—Está pasando un mal momento, debemos entenderla —le dijo con suavidad.
Will se soltó.
—¿Debemos? —cuestionó irritado —¿Por qué debemos?
—Porque todos podemos pasar por lo mismo.
Will se rió incrédulo.
—¿Qué sufrimiento puede tener una señorita acostumbrada al lujo?
—Te lo dije aquella vez, tiene problemas en la ciudad.
Elizabeth quería contarle más a fondo la situación de Rose, pero sabía que era demasiada información para él.
—Ese no es mi problema.
—Ella no está acostumbrada a habitar casas tan sencillas como esta —intervino Lucy.
—No entiendo por qué tenemos que hacerle tantas concesiones —le respondió —. Bastaría con qué fuera más amable y reconociera lo que hacemos por ella.
Lucy se quedó callada ante la respuesta de Will, mientras continuaba preparando la mesa.
—¿Podrías decirle que está lista la cena? —pidió Lucy a su hija.
Will se negó.
—Ven aquí, Elizabeth —ordenó él.
—¿Qué te sucede?
—Si la señorita tiene hambre, que baje. No quiero que te humilles.
Beth volvió a la mesa.
Con la muerte de su padre, era lógico que su hermano adquiriera toda la autoridad sobre ellas, pero a diferencia de Jack Baker, William pocas veces era atento a escuchar.
Se centraba tanto en lo que él consideraba correcto, que ignoraba que existían más opciones hasta el punto de ser incuestionable.
—Te estás volviendo demasiado egoísta —regañó Beth.
—Y tú no te das cuenta de que la gente no siempre te paga con la misma moneda.
—¿Qué te pasa, Will? ¿Por qué tienes miedo de ser amable y bondadoso?
Lucy les pidió a ambos que dejaran los reclamos atrás.
Los dos jóvenes bajaron la mirada y desistieron. Ninguno quiso seguir afectando el estado de ánimo de su madre.
Mientras todos cenaban en silencio, Lucy no pudo ignorar la tristeza que poco a poco rodeo el ambiente.
En el fondo de su corazón sentía que era su culpa, que había fallado como madre. ¿Por qué Will se había vuelto tan rebelde? ¿Por qué Beth era tan vulnerable?
El sentimiento la consumía, como si fuera una sentencia sin escapatoria. Se preguntaba si había echo lo suficiente. Si había logrado ser lo bastante paciente o amorosa para ellos.
Su primer hijo, arrebatado de sus brazos cuando era apenas un bebé, nunca había podido conocerla. ¿Sería esa la razón por la que ahora se negaba a buscarla? ¿Un castigo por su falta de valor?
Su hija Elizabeth, por otro lado, era un ángel, siempre sonriente y aparentemente feliz. Ella conocía sus sueños, y era injusto que tuviera que conformarse con una vida de soltera por falta de recursos. No merecía su comprensión, pues su secreto la privaba de tener su propia familia. ¿Qué pensaría Beth al descubrir que su madre tenía un hijo con un título y la riqueza suficiente para sacarlos de la pobreza? ¿Podría perdonar su falta de empatía?
Y luego estaba Will, su hijo menor, que había sido un niño tan alegre y cariñoso, pero que ahora se mostraba frío y duro. Era el más afectado por su falta de atención, y Lucy lo sabía. Lo había ignorado durante demasiado tiempo, enfocada en la búsqueda de Edward. Pero ahora quería verlo feliz de nuevo, quería que olvidara, que perdonara. Pero era tan difícil.
Él ya tenía marcado el resentimiento desde el día que le dijo que nunca más volvería a intentar llamar su atención. Estaba cansado de sentirse inservible y en el estallido de cólera amenazó con alejarse de la familia. Si Jack no hubiera muerto, ella estaba convencida de que William ya la habría abandonado. Ese temor la atormentaba cada vez que él desaparecía.
Al verlos comer, sus labios soltaron un repentino suspiro.
—No deseo más enfrentamientos —indicó Lucy bajo un tono de voz apagado y melancólico.
Beth miró a su hermano y ambos decidieron darse una tregua para mantener la paz.
Cuando terminaron, cada uno se dirigió a espacios diferentes de la casa, con la indicación clara de parte de Will, de no ofrecerle más servicios a la señorita Van Garrett, a menos que ella los pidiera.
A Elizabeth no le pareció, pero no le quedó más remedio que aceptar.
Mientras tanto, en el piso superior, Rosemund se hallaba recostada en la cama, aguardando con ansiedad la señal que le permitiera descender a la sala de comedor para participar en la cena.
Su última ingestión de alimento había tenido lugar a mediodía, y actualmente se encontraba en un estado de extrema inanición. Su estómago, vacío y gruñón, clamaba por algún tipo de sustento, y ella se sentía tan debilitada por el hambre que estaba dispuesta a ingerir cualquier cosa que se le presentara, con tal de calmar el doloroso vacío que la atormentaba.
Los minutos pasaron y en la desesperación salió a los pasillos. Miró a través del barandal y notó que la cocina estaba limpia y abandonada.
Se la pensó un momento antes de bajar por las escaleras, pero antes de lanzarse, fue interrumpida por una voz fastidiosa que rápido reconoció.
—¿Qué hace aquí mirando?
William sonrió sarcástico al verla. Llevaba puesto un simple vestido de gasa como los que se ponía Elizabeth, un chal envuelto en los hombros y el cabello suelto y desarreglado.
—¿A caso no cenan en está casa?
—Si, lo hacemos.
—¿Qué clase de hospitalidad conocen ustedes, al negarle a una invitada la comida?
Will se cruzó de brazos.
—Si tenía tanta hambre, ¿por qué no bajó?
—Porque es una cuestión de modales ofrecer su alimento a la persona que da asilo. Es su deber.
—No, no es mi deber. Yo no soy como usted, señorita, yo no conozco sus reglas de etiqueta.
Rosemund se quedó inmóvil.
—¿Y con qué código se guían los sirvientes?
Su pregunta sonó tan inocente, que Will no tuvo tiempo de enfadarse. Se soltó a reír.
—Sentido común, señorita.
—Aún tengo hambre —dijo atribulada.
—Lo siento. Si desea comer algo, tendrá que hacerlo usted misma. No voy a levantar a mi madre y a mi hermana para que le sirvan.
—Bien.
Rose se dio la vuelta y volvió a encerrarse en la habitación.
Su furia salió está vez en forma de lágrimas y sus manos apretaron con fuerza el chal.
Cuando soltó el primer sollozo, se arrojó sobre la cama.
《Patán 》 pensó.
La necesidad de alimento estaba irritando su temperamento, volviéndola aún más irascible, pero se encontraba en una situación de impotencia.
Carecía de las habilidades culinarias más elementales, e incluso la simple tarea de encender las estufas le resultaba un enigma.
En medio de las lágrimas se sintió tan inútil, que tuvo que esconder su vergüenza bajo sus manos. La situación era alarmante: iba a tener que cocinar. Y lo peor no era eso, sino que tambien ahora tendría que recibir órdenes de un hombre que ni siquiera era capaz de acicalarse con propiedad. Jamás pensó que tendría que depender enteramente de personas como él y su familia.
En Londres obtenía lo que quería con sonrisas y halagos, pero estando bajo esas cuatro paredes, nada de aquello le resultó adecuado.
William era insufrible y se estaba portando de la peor forma que alguien alguna vez se hubiera atrevido. Si su padre estuviera enterado de lo que ese muchacho le decía, y se la forma en la que se dirigía a su persona, no dudaba que ya la hubiera defendido.
Eso causó de repente en ella un sentimiento adicional de añoranza.
La última vez que había hablado con su padre, recordó que sus palabras fueron de todo, menos amables.
Claro que Anthony era capaz de despedazar a cualquiera que la tratara mal, pero en su reflexión no pudo entender por qué Edward le había resultado tan malo para ella.
Desde niña la había protegido de todo. Ella siempre corría a sus brazos cuando se sentía indefensa y sabía con toda seguridad que mientras él estuviera cerca, nada malo le ocurriría. Pero desde su debut social, algo los había distanciado de una forma absoluta y dramática.
Ahora que lo pensaba mejor, lo único que Anthony había estado haciendo era precisamente cuidarla de tipos como William: groseros, incultos y orgullosos.
Al menos Edward no era así. Él era un caballero que la respetaba, que la tomaba en cuenta y la veía como una mujer inalcanzable y digna de amar. Estaba segura de que su padre terminaría viendo todo eso en cuanto le contará los tratos que estaba recibiendo por parte de aquel guardabosques.
Su amado lord Callaghan tendría un punto de referencia importante ante él y entonces lograría verse como el héroe verdadero que era.
Si tan solo pudiera tener una señal de su interés. Una carta suya asegurándole de que iría por ella.
Rose se fue sintiendo cada vez más desvanecida. No sabía lo que haría para volver y suplicó a la noche que la tormenta terminara pronto así como también sus sentimientos abrumadores.
Sin embargo, la madrugada no fue gentil con ella. Cuando despertó, cerca del amanecer, su cabeza sentía que pronto se despegaría de su cuello.
Se levantó, se acicaló lo mejor que pudo y bajó.
Al llegar a la cocina, Rose se encontró con un ambiente cálido y acogedor.
Lucy estaba de pie frente a la estufa, revolviendo con una cuchara de madera el contenido de una olla que desprendía un aroma mezclado entre laurel, puerro y queso. La escasa luz matutina se filtraba a través de las ventanas, iluminando la escena y destacando la figura de Lucy, que parecía absorta en su tarea. El fuego crepitaba suavemente en la chimenea, y el olor a pan recién horneado flotaba en el aire, haciendo que el estómago de Rose rugiera de hambre.
—Buenos días —dijo con una leve sonrisa.
—Señorita, ¿pudo dormir bien?
Lucy sonó como siempre, amable. Rosemund asintió con la cabeza.
Al mirar a la mujer con una actitud hacendosa y hogareña, escuchó una voz interior que le reprochó la conducta desconsiderada que había manifestado los primeros días cuando llegó a la finca de sus tíos, donde constantemente rechazó las comidas de Lucy.
Estaba parada, como una estatua, con las manos juntas por detrás de la espalda. Bajó la mirada y apretó los labios antes de continuar hablando.
—¿Puedo ayudar en algo? —dijo en voz bajita.
Poco le tomó darse cuenta de que su pregunta no tenía sentido. Aunque la mujer que tenía enfrente le hubiera pedido algo, ella no tenía la mas mínima idea de cómo moverse en cuanto a los alimentos y el servicio.
—No, siéntese —Lucy notó su semblante asustadizo.
Rose miró a su alrededor.
—¿Nadie vendrá a desayunar?
—Beth está limpiando las habitaciones y Will salió desde la madrugada para ver si consigue algunos víveres.
—¿Bajo está tormenta? —sorprendida miró por la ventana.
—A unos metros de aquí se encuentra un granero. Con eso podremos sobrevivir estos días si la lluvia continúa.
Su amabilidad resultó balsámica para Rose.
—¿Cuál es su nombre? —quiso saber.
—Lucy Baker, señorita —le dijo con una sonrisa.
Rosemund la miró detenidamente.
Tenía unos ojos cafés muy claritos, casi podía jurar que eran algo verdosos, pero bastante expresivos. Sus mejillas se alzaban hermosas y brillantes cuando dejaba escapar de manera muy breve su sonrisa, y la forma tan pronunciada de sus pómulos extrañamente le recordó a Edward.
—Su rostro me parece familiar. Es usted muy hermosa.
Lucy tragó saliva. Ya había olvidado lo que significaba recibir un cumplido.
—No se preocupe —contestó —, pronto estará con su familia. Debe de extrañarlos mucho.
Rose asintió.
—¿Su padre es el conde Van Garrett, verdad?
—¿Lo conoce?
—Por supuesto, es un honorable caballero. Nos ayudó con alimentos y mudas de ropa durante el invierno del año pasado.
Lucy notó que los ojos de la muchacha se pusieron brillosos.
—Debe de sentirse muy orgullosa.
Rose quiso echarse a llorar. La razón por la cual no había podido dormir le vino de nuevo a la mente tras el comentario de Lucy.
—Está noche pensé mucho en mi padre. Él y yo no nos llevamos bien.
Lucy la miró. La entendía perfecto.
La carga de sentirse distante de una persona tan cercana, era una cruel ironía. Y también era un recordatorio de que hasta aquellos que más amamos, tienen la capacidad de hacernos sufrir.
—No existe lazo más fuerte en este mundo, señorita, que el de la sangre —le dijo para tratar de consolarla.
Rose se quedó quieta, con la mirada perdida.
—Dicen que cuando la mente tiene constantes pensamientos sobre una persona, es porque algo le va a suceder. ¿Usted cree en esas cosas?
—Yo no quiero que usted se preocupe. Tome, desayune tranquila.
Lucy le acercó un plato repleto de verduras y bañado del extraordinario caldo que ya había aspirado Rose anteriormente.
La joven se entusiasmó ante la posibilidad de probar aquella comida sencilla de aroma apetitoso. Tenía tanta hambre, que olvidó por completo pedir una servilleta u otros utensilios acostumbrados, incluso dejó de lado su preocupación.
La anciana la miró con cierta compasión y ya no dijo ninguna palabra en referencia a la inquietud de la señorita. Pero su respuesta era un sí. Sí creía en las señales internas que te avisan de que algo no anda bien.
En silencio, rogó que la muchacha tuviera la suficiente fuerza para soportar lo que le viniera encima, ya que recordó que la última vez que sintió algo así, fue la mañana en la que su esposo murió.
La imagen de él, sonriendo mientras se despedía para ir a trabajar, aún estaba grabada en su mente. Pero ese día, Lucy había sentido una especie de temblor en sus manos, una sensación de que algo se estaba desmoronando. No lo había entendido entonces, pero ahora sabía que había sido un aviso, un llamado silencioso que la había preparado para la pérdida que estaba por venir.
Cuando llegó la noticia de que su esposo había sufrido un accidente en el campo, Lucy supo que su intuición había sido correcta.
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"Si tan solo quieres, ámame"
Romance-Anhelo que mi sufrimiento por usted sea igual de efímero que el amor que me prometió -dijo. En el corazón de la época victoriana, durante su segundo año en el mercado matrimonial, Rosemund Van Garrett, una joven valiente y determinada, huye de las...