Capítulo 54

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Presión. Dolor. Lo empujaban desde todos lados. Alguien le pisó el pie. Ahora era él quien pisaba a alguien. No sabía a quién, no podía verlo, no podía evitarlo. Un codazo. Y otro. Un tercero se le clavó en las mismas costillas doloridas sobre las cuales había aterrizado unos minutos atrás al mismo tiempo que sus rodillas chocaban contra otras igual de desesperadas por huir de la iglesia. Solo veía cabezas, melenas de todas las formas y colores posibles, miradas de pánico en rostros desfigurados.

Estaba sudando.

Los gritos le impedían escuchar nada más allá de su respiración entrecortada y el pánico de la gente. Las pisadas sobre el suelo de piedra. Los gritos lanzados a todo pulmón. Las súplicas.

No tenía ningún tipo de control, no podía parar, girar o dar marcha atrás. No podía hacer nada más que dejarse llevar entre la decena de cuerpos igual de impotentes que lo empujaban hacia la salida: fuera, fuera, fuera. Un único rumbo posible, un único destino: la noche, la seguridad. Le pareció vislumbrar a Áleix por el rabillo del ojo, lo perdió al instante. No veía a Naia desde lo que parecían horas.

Las cabezas se confundían delante de sus ojos, el movimiento era frenético, imparable. La propia presión de los cuerpos a su alrededor le impidió doblarse hacia delante y vaciar su estómago. Adelante, adelante, adelante.

Por encima de los gritos se impuso un ruido metálico. Las garras de las bestias sobre el suelo. El pánico se intensificó todavía más. Más presión, más fuerza, más desesperación.

Y finalmente una bofetada fría le golpeó el rostro bloqueando todos sus pensamientos durante unas milésimas de segundo. Olvidó dónde estaba, olvidó quién era, qué sucedía. Inspiró una bocanada de aire mientras la piel se le erizaba en contacto con el aire gélido de invierno.

Y entonces la multitud volvió a empujarlo para poder seguir expulsando personas desesperadas por huir del caos que asolaba el interior de la iglesia.

Se encontró bajando escaleras sin saber que las había bajo sus pies.

A muchos metros por encima de sus cabezas, uno de los alargados ventanales que había logrado resistir al paso del tiempo estalló desde el interior bañándolos en una lluvia de cristales microscópicos tan afilados como agujas.

Los gritos pasaron a ser de dolor mientras el mundo daba vueltas y la gente se dispersaba a toda velocidad por el jardín delantero del templo con lágrimas de sangre marcándoles la piel.

Isaac apenas prestó atención al cristal que le abría la mejilla, a la sangre caliente que comenzaba a resbalarle por el rostro y a las diminutas pinceladas de sus brazos mientras giraba sobre sí mismo para intentar localizar de nuevo a sus amigos.

Decenas de personas habían optado por escalar la valla que rodeaba el perímetro en vez de volver a embutirse en la muchedumbre que intentaba traspasar el portón entre empellones.

No los veía. Había demasiada gente, demasiada histeria, demasiada oscuridad.

Examinaba los rostros con rapidez, sus ojos saltaban de uno a otro, pero entonces alguien pasaba por detrás y lo examinaba también, y el siguiente rostro que veía juraba ya haberlo visto antes en un caos confuso de caras entremezcladas. Un palpitar le invadía la cabeza. Iba a vomitar.

Se tensó cuando una mano lo cogió del brazo y tiró de él hacia uno de los laterales del recinto.

Naia señaló la valla. Áleix corría en su dirección sin haberlos visto.

Se apresuraron hacia allí conscientes de que cada segundo era vital.

El falso calor asfixiante de la iglesia había dado lugar a un frío despiadado que se había alojado en sus huesos y convertía sus respiraciones apresuradas en vahos impasibles, ajenos al horror. La hierba húmeda cubierta de hojas de una enredadera que ya había perdido sus hojas varios días atrás se tragaba sus pisadas.

Cuando la muerte desaparecióDonde viven las historias. Descúbrelo ahora