Capítulo 55

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No lo vio, solo lo sintió sobre la piel y, aun así, supo al instante de qué se trataba.

Uno de los tres látigos de la bestia, firme y fibroso, tan grueso como el antebrazo de un hombre adulto, se había enroscado unos centímetros por encima de su tobillo como una serpiente perezosa. Y entonces se contrajo clavándosele en la piel.

La sangre empezó a manar, caliente y espesa, mientras un dolor lacerante le trepaba sin freno por la pierna hasta llegar a las costillas. La impresión y la repentina agonía fueron tales que se le cortó la respiración provocando que el grito que escapó entre sus labios fuera completamente mudo. Se le humedecieron los ojos reduciendo todavía más su visión.

No tuvo tiempo de enroscarse sobre sí mismo y rezar que el martirio acabase. No tuvo tiempo de concentrarse para intentar mantenerlo bajo control. No tuvo tiempo de nada.

Tan pronto la extremidad del monstruo se había cerrado sobre la presa, esta empezó a tirar de Isaac para sacarlo de debajo de su precario escondite.

El instinto fue lo único que le salvó. Con un desesperado frenesí y prácticamente a tientas, palpó los bajos del vehículo a toda velocidad buscando algo a lo que aferrarse. Algo. Cualquier cosa. Cualquier cosa.

Sus manos dieron con bordes afilados, con un depósito aceitoso y algunos cables sueltos antes de poder cerrarse alrededor de uno de los travesaños metálicos de la estructura del remolque. Se aferró a él con todas sus fuerzas, consciente de que ese único punto de contacto entre el hierro y sus manos era su única oportunidad de salvación.

También de una mayor tortura.

Al momento en que su cuerpo ofreció resistencia a la tracción de la criatura, el látigo se clavó todavía más en su piel y llegó a los delgados músculos que rodeaban los huesos y articulaciones de la zona del tobillo. Pronto sería el hueso.

Ni siquiera intentó contener el alarido agónico mientras toda la realidad se tambaleaba ante sus ojos. Entre un dolor que consumía toda su atención, se encontró parpadeando rápidamente mientras las lágrimas se arremolinaban en sus ojos y su boca se crispaba en un grito mudo.

Todos sus músculos se tensaron aún más en un intento de sobreponerse al suplicio y con ello su agarre se volvió todavía más firme permitiéndole así no soltarse.

No podía soltarse. No podía, y, sin embargo, a cada segundo que pasaba notaba cómo sus fuerzas flaqueaban. Se le agarrotaron los dedos, los antebrazos la ardían, sentía cómo sus hombros estaban a punto de dislocarse.

Resbalaba.

Clavó las uñas en un intento de aumentar la resistencia consiguiendo un chirrido que en cualquier otra ocasión le habría puesto los pelos de punta.

La criatura tiró todavía con más ímpetu.

No podía. No podía. No podría aguantar. Y si lo lograba... Cada vez el látigo se clavaba más en su cuerpo, la carne se desgarraba, los huesos y articulaciones empezaban a ser seccionados. Si sus hombros o cadera no se dislocaba, si sus manos no fallaban, pronto le arrancaría el pie. Por más rápido que se curase, dudaba que le creciera otro.

Con una tranquilidad que amenazaba con desmoronarse y ceder a la desesperación, usó la pierna libre para intentar soltarse, para patear el miembro de la criatura con toda la energía que le quedaba.

La bestia ni se inmutó aun cuando la piel de Isaac se laceraba con la fricción contra el asfalto, contra los hierros del vientre del camión y los golpes contra su piel grisácea, gruesa y dura. Era como atacar una pared.

Puede que fuera por miedo a que le arrancara la extremidad, puede que fuera porque su cuerpo ya no aguantó más, porque sus manos sudaban o porque la potencia de la criatura era infinitas veces superior a la suya. Fuera como fuera, se soltó.

Cuando la muerte desaparecióDonde viven las historias. Descúbrelo ahora