Capítulo 64

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Tras luchar contra ello durante lo que parecían horas, Isaac dejó finalmente que su cabeza cayera hacia adelante y la barbilla se apoyara sobre el pecho. El mero movimiento de los músculos cervicales le provocó un gemido de intenso dolor.

Se permitió unos segundos para asimilarlo mientras unos destellos blancos y negros flotaban por su campo de visión, inocentemente ajenos a la situación.

Con un suspiro de anticipación bloqueó las rodillas asegurándose de estar cargando en sus agotadas piernas todo el peso de su cuerpo. Al estirarse sobre sí mismo ganó un par de centímetros de margen en los brazos. El cambio fue apenas perceptible en sus hombros torturados si bien desencadenó una nueva oleada de sufrimiento.

Se centró en su respiración para sobrellevarlo.

Llevaba lo que calculaba que habían sido unas doce horas atado de manos y pies en esa maldita habitación: los brazos de unas cadenas que colgaban del techo, las piernas de unas que lo hacían del suelo obligándolo a adoptar una posición en equis de la que no podía escapar.

Se habían asegurado de que pies tocaran al suelo, permitiéndole así que sus piernas recibieran todo el peso de su cuerpo, también de que tuviera los brazos suficientemente horizontales para no provocarle problemas respiratorios, pero habían tensado las sujeciones lo suficiente para que no tuviera margen de movimiento, para que no pudiera retorcerse ni cambiar de postura y la espera se convirtiera hora a hora en un martirio.

Le ardían los hombros y todos los músculos de sus brazos, cuello y espalda debido a la tensión continua de la musculatura y la incapacidad de alterar su postura. Hacía unas horas se le había sumado un agarrotamiento generalizado en los brazos, así como calambres que se iniciaban en sus dedos índices y bajaban por sus brazos hasta perderse en su espalda y llegar hasta la cintura.

A pesar de que le habían rodeado las muñecas con unas correas gruesas bastante mullidas, le ardía la piel por culpa de la fricción y el peso. Tenía las manos y los brazos entumecidos, seguramente debido a la alteración de su sistema circulatorio. Apenas le llegaba sangre a las manos.

Cada pocos minutos, se obligaba a mover los dedos y a abrir y cerrar las manos a pesar del martirio cada vez mayor que suponía.

Ya no era capaz de ver el intricado círculo de símbolos dibujados con sangre que lo rodeaba. Había pasado muchas horas, lo que parecieron eternidades, memorizando cada trazo, cada signo, cada detalle, en un intento de entretener la mente, pero la única luz que entraba en la estancia lo hacía por el gigante rosetón que permanecía impasible a su espalda y había vuelto a hacerse de noche hacía poco menos de una hora.

La oscuridad se había extendido por la sala como una marea negra.

Habían interrumpido en su habitación y lo habían separado de Asia cuando todavía era de noche, seguramente entre las cuatro y las cinco de la madrugada, puede que las seis. Tan entrado el invierno el sol desaparecía alrededor de las cinco de la tarde. Doce horas. Puede que trece. O más.

Y no había entrado nadie por esa maldita puerta.

La incertidumbre se había convertido en una tortura igual de sofocante que el dolor físico. En parte había sido por ello que se había obligado a gravar a fuego en su memoria los distintos símbolos que se entrelazaban unos con otros convirtiéndose en una cárcel a su alrededor.

Ocupaban una parte notable de la estancia. Filas y filas de formas y patrones, de intrincadas líneas dibujadas con precisión. Con sangre.

Sería capaz de dibujarlas sin el más mínimo atisbo de duda. Se había asegurado de ello. Demasiado rápido. Ahora las preguntas sin respuestas volvían a danzar en su mente como aves carroñeras esperando a la inminente muerte de su presa, como tormentas desbocadas destrozando todo resquicio de serenidad a su paso.

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⏰ Última actualización: Sep 04 ⏰

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Cuando la muerte desaparecióDonde viven las historias. Descúbrelo ahora