Capítulo 62

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Unos suaves golpes en la puerta de la habitación arrancaron a Naia del sueño profundo. Unos meses atrás su tía habría tenido que entrar gritando para conseguir despertarla y que llegara a tiempo al instituto, pero en las últimas semanas hasta el ruido más insignificante parecía suficiente para hacerla saltar con el corazón desbocado y los nervios en tensión.

Eso no evitó que se levantara totalmente desubicada, parpadeando repetidas veces para intentar acostumbrar sus ojos a la brillante luz ambiental del mediodía que la recibió.

Solo cuando sus retinas se habituaron a la deslumbrante claridad, pudo distinguir una chimenea ya apagada, paneles de madera oscura que cubrían las paredes blancas hasta media altura y unos frondosos jardines más allá de una ventana cuadriculada.

«¿Dónde demonios estoy...?».

Los recuerdos de la noche anterior irrumpieron de golpe: los Mercaderes, el ataque de los demonios, la desaparición de Nit, la llegada de la hermandad, el traslado a la Pradera, el interrogatorio del dux. Con ellos también afloró el recuerdo del pánico al intentar escapar de la iglesia, la tensión al volante con la incerteza de si llegaban demasiado tarde, el terror ante la posibilidad de perder a Isaac.

—¿Señorita? —preguntó una joven voz masculina al otro lado de la puerta.

Naia parpadeó nuevamente, esta vez para alejar las lágrimas que amenazaban con deslizarse por sus mejillas, y se frotó los ojos con rabia.

La voz. ¿De quién era la voz? Tardó unos segundos en ubicarla. Pertenecía a uno de los tres encapuchados que les habían salvado la vida, el más joven, Benjamin.

—¿Sí?

En el otro lado de la puerta se escuchó un carraspeo.

—Siento mucho molestarla, pero me envían para avisarla de que el comedor cerrará dentro de una hora. Sentiría mucho que tuvieran que esperar hasta la noche para pegar bocado.

Ante la mención de la comida el estómago de la chica protestó. Tenía hambre. Mucha hambre. Si sus cálculos eran correctos debía hacer más de once horas desde que habían cenado. Hacía mucho tiempo que no dormían tanto.

Contuvo un bostezo mientras trataba de recordar si el día anterior también los habían tratado de «usted».

—¡Gracias! —Se apresuró a contestar al darse cuenta de que el chico llevaba varios segundos esperando su respuesta—. ¡Salgo en cinco mi...! —Dejó que la frase se desvaneciera en el aire. A mitad del grito se había dado cuenta de que no tenía nada que ponerse.

La ropa del día anterior se había roto y manchado de sangre y la que le había dado la hermandad era claramente una especie de pijama. Aunque bastante elegante, no le entusiasmaba la idea de pasearse por ese majestuoso palacio con la ropa de dormir. Menos todavía si las doscientas personas que había mencionado Asia estaban despiertas y pululando por ahí.

—También le traigo una muda limpia —precisó el chico. Aunque no lo veía, y a pesar del tono perfectamente cortés de sus palabras, imaginó sus labios curvados en una sonrisa un tanto divertida y un brillo agudo en sus ojos.

—Muy servicial —refunfuñó para ella misma.

Si bien lo que más le apetecía era hacerse una bolita, meterse de nuevo entre las mantas y dormir once horas más, imaginó que lo más educado sería mostrarse mínimamente educada y agradecida con aquellos que les habían salvado la vida, así que, conteniendo un gran bostezo, se levantó de la cama y se recolocó las trenzas con un par de rápidos movimientos enfrente del espejo del baño antes de dirigirse a la puerta.

Cuando la muerte desaparecióDonde viven las historias. Descúbrelo ahora