Sin separar las manos que mantenía sujetas delante del cuerpo a la altura del vientre, una de las dos figuras que aguardaba frente al callejón se arrodilló en el asfalto. Con movimientos metódicos extrajo diversos elementos de unas faltriqueras ocultas que Naia no había notado. Aparte de esos bolsillos y del armamento de los otros dos encapuchados, una espada curvada y un arco de proporciones gigantescas, no había la más mínima diferencia entre los tres. Incluso las lazadas que les rodeaban las pantorrillas eran idénticas, calculadas al milímetro.
Naia tragó saliva. ¿Quiénes eran? ¿Qué querían de Isaac?
Desde la distancia vislumbró cómo el desconocido colocaba en el suelo delante suyo varios frascos de cristal llenos de plantas secas, así como unas piedras grabadas con símbolos extraños, supuso que talismanes.
Los manipuló unos instantes y empezó a salmodiar de nuevo. Mantenía la cabeza gacha y los ojos cerrados cuando finalmente estiró los brazos y colocó las palmas de las manos contra el suelo.
Permanecía en esa postura agazapada, cuando, con su cántico de fondo, el encapuchado que estaba a su lado empezó a avanzar hacia Naia, Áleix, Isaac y Asia, que seguía unos metros por delante de ellos, doblegada donde había caído unos instantes antes.
A medida que se acercaba, se retiró el pañuelo oscuro que le ocultaba el rostro revelando así el rostro de una mujer ya entrada en la cuarentena con el cabello lacio de un color castaño recogido en un moño rápido en la nuca. Se le habían soltado varios mechones entre los que ya asomaban numerosas canas plateadas que brillaban bajo la luz de la luna.
Sus ojos, tan solo un poco más oscuros que el tono de su pelo, eran atentos y amables. Su boca y facciones, serias pero suaves y mantenidas bajo un estricto control. Una estrecha cicatriz le desfiguraba la comisura del labio superior.
No había nada llamativo en ella, era corriente, mundana. Si Naia se la hubiese cruzado por la calle no le habría dedicado más que una mirada fugaz. Salvo por la túnica. Y por la espada.
Su serenidad y perfecto control no parecían encajar con la luchadora ágil y mortífera que acababan de contemplar deslizándose entre las patas de la bestia con gran experiencia. Aunque acababa de enfrentarse a un monstruo salido de los cuentos más retorcidos, permanecía relajada e indiferente. Ni siquiera se le había alterado la respiración.
Naia la examinó con desconfianza mientras avanzaba en su dirección. Estaba a cinco metros, y todavía acercándose, cuando se dirigió hacia ellos con una voz igual de comedida que su expresión, postura y movimiento.
—¿Estáis bien? —les preguntó. Aunque sus ojos se posaron primero en Naia y Áleix, no tardaron en saltar hacia el médium. Frunció ligeramente el ceño.
Sin saber el motivo por el cual había roto su máscara impasible, Naia siguió su mirada. Fue entonces cuando se percató de que su amigo colgaba inerte entre ellos.
Habían estado prestando tanta atención a los monstruos y después a la repentina aparición de los tres encapuchados que no se habían dado cuenta. Habían estado sujetándolo con tanta fuerza para que no apoyara su peso en la pierna que no habían notado el cambio.
—Mierda, mierda, mierda... —Empezó a murmurar cada vez más deprisa—. Bájalo. Bájalo —le pidió a Áleix. ¿Había dejado...? ¿Había dejado de...?
Entre los dos lo tumbaron en el suelo.
Las manos de Naia temblaban frenéticamente cuando se preparó para colocarle el índice y medio bajo la mandíbula en un intento desesperado de asegurarse de que su corazón seguía latiendo.
Fue entonces cuando se dio cuenta de que su pecho no había parado de subir y de bajar en ningún momento.
Respiraba.

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Cuando la muerte desapareció
Random¿Qué harías si, durante una maratón de películas de terror con tus amigos, empiezas a escuchar ruidos en la planta de arriba? ¿Qué harías si los golpes y gruñidos vienen ni más ni menos que de tu habitación? ¿Y si te dijera que abrir la puerta te c...