Capítulo 59

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Aunque entraron al palacio por la parte trasera, cruzaron una puerta que los llevó a un amplio recibidor con techos de dos plantas de altura y un suelo marmolado al estilo de un tablero de ajedrez de centenares de años de antigüedad. Había una escalinata en uno de los laterales.

—Esto es alucinante —murmuró Áleix con los ojos saltando de un lugar a otro—. ¿Cuánto debe costar mantenerlo? —se preguntó a sí mismo en voz baja, fijándose en los detalles dorados que reflejaban la luz ambarina de las lámparas.

Naia fue más metódica: contempló las pinturas de las paredes, los bustos impasibles que descansaban sobre pedestales y agudizó la vista para ver si vislumbraba a alguien a través de los arcos que comunicaban la estancia con diversos pasillos y salas adyacentes.

Parecía desierto.

Solo entonces se permitió admirar el descomunal fresco que los vigilaba omnipresente desde el techo.

Isaac siguió su mirada hasta la expresión serena y determinada de la mismísima Diosa de la Sabiduría que se erguía imponente al lado de su padre. El médium identificó rápidamente la escena: el nacimiento de Atenea.

El mito relataba cómo, de la unión de Zeus con Metis, la diosa de la prudencia y la sabiduría, esta quedó encinta. Fue entonces cuando una profecía les advirtió de que uno de los dos hijos que nacerían de la unión sería todavía más poderoso que su padre.

Temeroso de perder su trono, Zeus se tragó a su amante para evitar que el niño naciera y lo destronara.

Un tiempo después, Zeus empezó a experimentar un dolor de cabeza insoportable, y, en un intento de aliviarlo, le ordenó a uno de sus hijos que le abriera la cabeza con un hacha.

El fresco había capturado los momentos posteriores.

Al lado del Rey de los Dioses, Hefesto, el dios del fuego y la forja, todavía sujetaba el hacha dorada ensangrentada de icor con la que había cumplido la orden mientras observaba con reverencia a la diosa que se había erguido de la herida: Atenea, vestida con una armadura brillante, un casco, un escudo, una lanza y envuelta en una luz divina, simbolizando así la llegada de la sabiduría y la claridad.

Los dioses reunidos a su alrededor contenían la respiración, maravillados ante la escena.

—Impresionante ¿verdad? —preguntó la mujer. Cuando Isaac posó la mirada en ella se dio cuenta de que había estado observándolo durante todo ese tiempo.

El conductor había desaparecido.

—No hay palabras para describirlo —respondió ladeando levemente la cabeza.

La mujer apartó la vista de él.

—Silas ha ido a avisar al dux de vuestra llegada. —No le había pasado desapercibido que Isaac se había fijado en la ausencia del hombre—. Tras las presentaciones os dejaremos asearos y descansar.

» Por aquí —indicó señalando la escalinata.

Avanzó hacia allí sin comprobar si la seguían.

Tras echar un último vistazo a la habitación, Isaac se apresuró a seguirla. Aunque cada vez era más consciente de la rapidez con la que se curaba, no acababa de entender cómo era posible que se estuviese manteniendo en pie. Cómo la agonía podía haberse reducido tan rápidamente a unos miseros latidos sordos.

Se aseguró de rozar la mano de Asia al pasar a su lado para que, aun cuando fingían que no existía delante de los desconocidos, supiera que la tenían en cuenta.

La chica le dedicó una sonrisa agradecida.

—¿Qué te parece si me doy una vuelta a ver qué encuentro? —propuso en un susurro.

Cuando la muerte desaparecióDonde viven las historias. Descúbrelo ahora