Kayleigh Abrahams murió el frío invierno del año 2085.
Las noticias sobre su muerte dieron la vuelta al mundo. Durante días, no se habló de nada más que de eso. «La última gran estrella». Se anunciaba en letras grandes en todos los espacios de internet, en cualquier rincón de las redes sociales.
Mi niña interna le lloró varias noches. Esa parte que siempre me inspiró a crear, se marchitó. Pero a esa versión mía que era consiente de una verdad del mundo, esa a la que se le reveló la otra cara de la moneda, temió.
En los últimos años ningún cantante de carne y hueso había llegado al estrellato. Y las calles, los hogares y los espacios en internet cada vez eran conquistados por nuevos tipos de inteligencias artificiales.
Yo misma sufrí el saboteo que se les hizo a los artistas. Busqué disqueras y no tuve suerte. Probé un camino independiente y no funcionó. Intenté en distintas plataformas y una a una, fueron cayendo o cerrando. SYNC borró de su sistema a todos los que no tenían un código creado por ellos mismos. Viví a duras penas por meses, de los ahorros que aún me quedaban de mi primeros años de fama. Y no fue hasta finales del 2084 que recibí la llamada de Thelonious. Esa promesa que me salvó.
Solo entonces comprendí que en la última década, las únicas formas de sobresalir en la industria de la música eran aliándose con SYNC o con los Hijos de Caín. Su lucha de poder mediático estaba monopolizado. El buen recibimiento de mi primer álbum quizá no había sido tan al azar como creí. Solo era cuestión de días para que un directivo de SYNC me encontrara. O para que lo hiciera Kayleigh. Se me heló la sangre. ¿Qué hubiera sido de mí si eso pasaba? ¿Y qué fue de las personas que si cayeron en sus garras?
La muerte de Kayleigh movió una ficha en el tablero que, los que sabíamos la verdad y también los más conspiranoicos, no dejamos pasar. Su muerte no fue natural, fue un homicidio. Jamás me atreví a mirar los fotos de la escena del crimen. Pero según leí, fue a sangre fría y premeditado. Con el paso de los años se convirtió en un caso sin resolver. Sin nombres y rostros a los que atribuirle un castigo.
Esa misma semana de su muerte recibí una llamada de Andrés.
—No sé qué hacer. No sé, no sé —repitió y balbuceó.
—¿Qué fue lo que pasó? —logré preguntarle en un pequeño silencio que se hizo entre su llanto—. ¿Tú estás bien? ¿Dónde estás, Andrés?
—Tengo que huir. Tengo que irme.
—Puedes venir conmigo.
—¡No! ¡No! Yo... No... Ni siquiera sé para qué te llamé. Perdón. No sé qué estoy haciendo. Perdón.
Ese ya no era mi amigo. No. Peor. Ya no era una persona. Hablaba por hablar y lloraba sin consuelo. Y estaba claro que, si es que aún podía conseguir ayuda, no era conmigo. Esperé a que colgara la llamada. Pero entonces dijo:
—Ocúltate, Jade. Es una cacería. Saben de la existencia de los Hijos de Caín. Los Creadores lo saben.
—¿Qué?
—¡Están creando monstruos! ¡Ya ni siquiera son humanos!
—Andrés, espera...
—Las personas como tú y yo... El mundo solo puede esperar. Solo uno puede ganar. Hay demonios. Verdaderos demonios.
El holograma se me resbalaba de las manos entre el temblor y el sudor. Tuve que sentarme porque la vista se me nubló.
—Perdón, Jade. —Soltó un suspiro pesado que me heló la sangre—. Anthony desapareció. Lleva meses desaparecido. Perdón, Jade.
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Todas las promesas que murieron
Science FictionJade odia complicarse la existencia porque sueña con ser una cantante reconocida en una industria monopolizada por inteligencias artificiales. En su camino tendrá que sobrellevar los matices de las vida: reencuentros inesperados, amigos que se queda...