Estábamos contrarreloj. La toxicidad en el aire aumentaba cada día hasta romper récords que estaban intactos desde hace diez años. Y, a menos que Dios bajara del cielo y aspirara toda la contaminación, la cuarentena daría inicio en quince días.
—Lluvia de ideas. ¡Vamos, vamos! —Marco dibujó un sol sonriente en medio de la pantalla.
—Quiero que... Quiero conmemorar este momento —empecé a decir—. Quiero que el álbum se sienta como estar aquí. —Eché un vistazo alrededor.
La sala común estaba vacía. Era media noche, ya todos se habían ido. Marco y yo nos quedaríamos hasta tener bien definido el concepto del álbum. Las luces neón rosas se paseaban por la habitación como nubes, las cajas de pizza y las latas de cerveza de wasabi estaban apiladas en un rincón, y un fuerte olor a algodón de azúcar impregnaba el ambiente; gracias a Camila y sus difusores con aromas raros.
—¿Aquí? ¿Te refieres a nuestra pequeña guarida? —Marco sonrió con ternura. Cubierto con luz rosa parecía hasta tierno. Le quitaba un poco la imagen de chico con los brazos completamente tatuados que iba ladrándole a todo mundo —en especial a Ran— y que no conocía otro corte de cabello más que ir rapado por la vida como si un virus tóxico no flotara por el aire y pudiera traspasarle la pelona con mayor facilidad hasta llegar a su cerebro.
En realidad, el virus solo afectaba a las vías respiratorias. Así que Marco tenía derecho de usar ese corte. Solo quería desahogarme porque desde que lo conocía, hace dos años, solo usaba el mismo corte.
—En nuestra guarida. Sí. —Era la primera vez que la llamábamos así. Era cursi, pero debía admitir que me gustaba.
—¡Luces neón! —Marco sintió y fue directo a escribirlo—. ¡Ten! —Me lanzó otro plumón electrónico y apenas me dio tiempo de atraparlo—. Escribe lo que más te guste de aquí. Lo que sea.
«Espejos. Peluches», escribí. Eso era parte de la esencia de Samantha. La sala de espejos donde ensayaba siempre me había parecido mágico, una especie de portales que llevaban a más portales. Y sus peluches que siempre adornaban los sillones. Un pato azul, un pingüino con sombrilla, un león con un gran corazón rosa de piedra incrustado al pecho —una vez, no recuerdo quien, en medio de una guerra de peluches, me dio en el ojo justo con esa parte y casi me quedo ciega—. Sonreí al recordar eso.
«Golpes en el ojo», anoté. Marco me miró de soslayo y apretó los labios, pero no preguntó nada.
«Pósters de gatos mafiosas. La alacena repleta de comida instantánea». Eso pertenecía a Ran. Y entonces, como un susurro de las musas, tuve la idea:
—¡Quiero que en la portada del álbum salga en un gatito!
—¿Eh?
—Ran tiene gatitos, ¿no?
—Gatitas —recordó Marco tras unos segundos—. Mi Mi y Phi Phi. Mmm... ¿Pero por qué gatitos?
—¡Nostalgia! —Esa era la palabra que llevaba tanto tiempo saboreando, pero que no terminaba por identificar—. Quiero retratar esto en mi primer álbum, Marco —expliqué.
—¿Nostalgia? Tienes dieciocho años. No sesenta —se burló—. ¿Qué quieres retratar en tus canciones? —quiso saber con genuino interés—. ¿Tienes los borradores?
—Deben de estar por aquí. Eh... —Eché un vistazo a la mesa más cercana. Ahí estaba mi tableta. La desbloqueé y se la entregué—. Es un caos. Pero agregué notitas.
Marco sonrío.
—Bien. Pero aún no me has respondido. —Me miró fijamente, sosteniendo la tableta con los brazos cruzados—. ¿Por qué gatitos?
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Todas las promesas que murieron
FantascienzaJade odia complicarse la existencia porque sueña con ser una cantante reconocida en una industria monopolizada por inteligencias artificiales. En su camino tendrá que sobrellevar los matices de las vida: reencuentros inesperados, amigos que se queda...