No pude dormir esa noche. El viento que entraba por la terraza llenaba la habitación de susurros y las sábanas me apresaban con sus manos frías.
Nadie aprecia el arte. No como antes, la voz de Lily se coló en mis pensamientos. ¿Pero qué demonios significaba eso?
—¿Quieres que cante en medio de la calle o qué? —le exigí a las sombras de la habitación, fingiendo que allí estaba la productora.
Retazos de la conversación llegaron a mi mente. Pobres sombras de mi habitación que tuvieron que ver mi aspecto demacrado y delirante durante la madrugada.
El viento volvió a soplar, cubriéndome con un sudor frío que me hizo tiritar. Y fue así como pasé mi última noche de febrero, huyendo de ella, esperando que llegara el amanecer.
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El primer rayo de luz se llevó a mis fieles y traumatizadas sombras confidentes. Y, sin poder soportar su ausencia, decidí salir de la habitación, creyendo que encontraría un momento de paz. Pero Anthony ya estaba ahí.
No pareció percatarse de mi presencia pese a que me acerqué; estaba absorto, sentado en el suelo y observando la ciudad bajo sus pies a través del enorme ventanal. Un amanecer rojo nacía en el horizonte, pero a medida que sus rayos se extendían, se suavizaban en un tono rosado; estos llegaron hasta Anthony, confiriéndole un aura de soñador que se traslucía en sus pestañas, iluminándolas en cada parpadeo. Su pecho subía y bajaba entre suspiros prologados.
—¿Estás creando historias?
—AUGHH OUHH —Me miró con los ojos desorbitados, llevándose una mano al pecho—. ¡¿Por qué llegas así?!
—Ah, perdona. —Me senté a su lado.
Anthony me miró con cierto recelo.
—¿Qué haces despierto tan temprano?
—Creando una cura para el virus. ¡¿Pues qué te parece que hago?!
—Pues no lo sé. Por eso pregunto.
Por fin me ofreció su típica sonrisa ladina y despreocupada.
—Me quedé leyendo noticias y ya no pude dormir —explicó, tumbándose sobre sus antebrazos y dejando escapar un bostezo que tenía más de aullido que de bostezo.
—Deja eso ya, Anthony. ¿Qué piensas hacer de todos modos torturándote de esa manera?
—No puedo evitarlo. —Finalmente cedió al cansancio y se dejó caer.
Anthony tenía la mala costumbre de leer noticias sobre los últimos avances tecnológicos —siempre era eso o noticias sobre su país de origen— y se autoafligia buscando siempre la razón del fin del mundo. «¡Han creado bebés robots que cagan y mean! —dijo en una ocasión». «Dios no va a castigarnos por eso —le respondí—. Cálmate». «¡Gladys ha muerto! —vociferó en otra ocasión». «¿Y esa quién es?». «La última elefante creada por la naturaleza. Oh... Mi animal favorito se ha extinto... —Y con la misma facilidad con la que se entristeció pronto llegó la ira—. ¡Ojalá Dios desate otro diluvio! ¡Malditos sean todos y...! —le siguieron un montón de maldiciones en francés que no pude comprender». Anthony rara vez maldecía, así que era una de las maneras de saber cuando estaba molesto.
—¿Cómo es trabajar para Theria realmente?
Alzó la barbilla y me oteó, quizá buscando alguna respuesta en mi rostro, algún signo de desesperación o de temor.
—Me dan bastante libertad. Nunca he tenido mayores problemas con ningún directivo ni productor —dijo—. ¿Sigues cuestionando si unirte? —Volvió a guardar silencio y meditó para si mismo por un par de segundos—. Honestamente, este mundo es muy solitario, Jade. Dentro de la industria, quiero decir. No hay muchos como nosotros. Ya no. Y los que hay, son muy pequeños.
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Todas las promesas que murieron
Ciencia FicciónJade odia complicarse la existencia porque sueña con ser una cantante reconocida en una industria monopolizada por inteligencias artificiales. En su camino tendrá que sobrellevar los matices de las vida: reencuentros inesperados, amigos que se queda...