5|| Primera promesa muerta

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Andrés llevó las maletas hasta nuestros columpios.

—Tienes un buen grupo de amigos. —Se mecía alzando apenas los pies. Sus ojos azules carecían del brillo que siempre lo caracterizaba—. Aunque son un poco raros —admitió con una sonrisa.

—Por algo soy su amiga. Y por algo eres mi amigo —le devolví la sonrisa. Una sensación de vértigo me acompañaba, la que aparece en las despedidas, amenazando con destruir algo que ni el tiempo ni el dinero pueden devolver.

Andrés asintió, riéndose. Pero su expresión se volvió indescifrable cuando miró hacia el cielo teñido de rosa. En unas horas, Andrés estaría ahí arriba, acompañado por las estrellas, con un destino fijo a Singapur. Esperaba que tuviera un sin fin de nuevas experiencias, que cumpliera sus sueños. Pero me dolía ser un capítulo que dejaba atrás. No quería quedarme ahí.

—¿Recuerdas cómo nos conocimos? —por su tono de voz, parecía más una pregunta de interrogatorio que de duda.

—Por supuesto. Fue aquí mismo. —Me mecí aún con más fuerza. Andrés y su familia eran vecinos de edificio antes de mudarse a una zona mejor. Tenía el vago recuerdo de mi amigo. Era un esquelético niño rubio sin gracia. Solo con verlo me daba la sensación de que su postre favorito era la gelatina de limón. Solo era un año mayor que él, pero duró casi hasta los trece para pegar el estirón. Toda su infancia fue un enano. Pero, al igual que yo, de todos los juegos del parque, el columpio era su preferido. Aquí mismo habíamos hablado por primera vez—. Pero no recuerdo qué nos dijimos. ¿Cuál fue nuestra primera plática?

Andrés alzó las cejas, sorprendido de que no pudiera recodar una plática que tuvo lugar hace ocho años.

—No recuerdo las palabras exactas. Pero llevabas una camisa de Kayleigh Abrahams. Y eso bastó para no callarnos durante toda la tarde. —Removió algo de su ropa y cuando pude ver qué era, solté un grito ahogado—. Me debes cien mil dólares.

Tomé el disco Quizzical, el más nuevo de Kayleigh, mis manos temblaban y sudaban en frío. Exhalé más veces de las que podía exhalar. La tinta electrónica centellaba sobre el plástico, como si de un conjuro mágico se tratara.

Nos habíamos prometido que nuestra despedida no sería triste, que nadie lloraría, no queríamos recordarlo de esa manera. Pero no pude evitarlo. La emoción me ganó.

Me levanté para abrazar a mi amigo, sin darle tiempo de levantarse. Tuve el suficiente cuidado para no tirar a Andrés del columpio, pero no tanto con lo mucho que lo estreché.

—¡Mis cien mil! —vociferó con una voz forzada, como de anciano.

—¡Gracias!

—No es nada. —Me devolvió el abrazo entre varias palmadas.

Volví a mi asiento, sin soltar el disco. Aún temblaba.

—¿Cómo la conociste? ¿Fue a tus ensayos? ¿Fuiste tú a alguno de sus conciertos?

—Ella fue a mis ensayos. ¡Nadie nos avisó que vendría! ¿Puedes creerlo?

—Pobre del tipo que faltó ese día —dije riendo.

—Pues ese tipo casi fui yo. Llevaba días con un dolor de cabeza insoportable y estuve a punto de faltar. Pero... no sé, llámalo intuición o la voz de Dios, lo que sea. Pero algo dentro de mí me dijo que tenía que ir.

—Pues bendito dios ansioso e intuitivo el que llevas adentro. —Le di un beso al disco—. Oye. ¿Y tú pudiste conseguir un autógrafo?

—Kayleigh llevaba discos firmados como para una ciudad entera —me explicó—. A todos nos tocaron dos discos. Tres, incluso, los más avispados o ladrones —se burló—. Me arrepiento un poco de haberlo hecho. Kayleigh es tan distraída que no se hubiera dado cuenta.

—Al menos tienes la conciencia limpia de no robarle a tu artista favorita.

—Eso me repito todas las noches. Hasta que recuerdo que es millonaria y que un disco suyo firmado me daría para comer un mes entero.

Alargamos la plática hasta el último minuto que teníamos juntos. Recordamos cuando vimos la película que más no ha hecho llorar en la vida: «Huellas sin casa» que narraba la historia de Fuera, un perrito callejero que murió cuando el gas del aire terminó por contaminarlo todo, cuando el exterior sin máscaras de gas se hizo inhabitable.

Recordamos también las primeras veces que llegué a mostrarle mis canciones a Andrés; y él me mostraba sus primeros bailes. «Llegaremos muy cerca», nos decíamos a modo de ánimo.

Recordamos también cuando caímos en la conspiración global de que el gobierno nos espiaba por medio de los pájaros y bichos electrónicos —que habían reemplazados a todos los de la naturaleza—. Cada que veíamos uno, gritábamos como locos y corríamos.

Quise pasar lo que quedaba de la tarde recordando. Pero la inevitable despedida llegó.

—Adiós, Andrés.

Quizá esa sería la última vez que nos veríamos en mucho tiempo.

—Adiós, Jade. Sé que llegarás muy cerca. —Me sonrió. Y, por un segundo, creí ver al niño con el pasé todas las aventuras de mi infancia.

—Tú también sigue creciendo, Andrés. Llegarás muy cerca. —Le sonreí de regreso. Deseé con todas mis fuerzas que él también pudiera ver a la niña con la que pasó toda su infancia; deseé que nunca me olvidara.

—Oye, cuando volvamos a vernos tendrás que platicarme todo con lujo de detalles. ¿Eh? —Alzó el dedo meñique—. Y de ser posible, nos reuniremos aquí mismo. En nuestro lugar.

—Lo prometo. —Cruzamos nuestros dedos.

Y, antes de que desapareciera con sus maletas del parque. Lo estreché entre mis brazos una última vez. Esta vez ambos rompimos la promesa de no llorar. Era imposible. Por favor, no te vayas, supliqué internamente. Anhelé tener los mismos sueños y metas que él, que la vida nos llevara al mismo destino.

Andrés se convirtió en un pasado al que siempre deseé regresar. Se convirtió en la primera promesa muerta.

Nunca más regresamos a los columpios.

Todas las promesas que murieronDonde viven las historias. Descúbrelo ahora