Capítulo 10.

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La calma antes de la tormenta.

Yuna caminaba por el parque todas las mañanas, su abrigo blanco destacándose entre los colores del amanecer parisino. La rutina le brindaba una sensación de control, un momento de reflexión en una ciudad que aún le parecía ajena. Desde su llegada a París, había evitado cualquier contacto con los jóvenes de su edad, encontrando consuelo en su soledad. La frialdad que proyectaba era su escudo contra un mundo que no terminaba de entender.

Recordó cómo todo había comenzado. París la había recibido con sus luces y su bullicio, un contraste abrumador con la tranquilidad de su vida anterior. Al principio, la ciudad le pareció una jaula dorada, un lugar donde la belleza ocultaba la indiferencia. Había pasado semanas, meses, caminando sola por sus calles, resistiéndose a la tentación de formar conexiones.

Sin embargo, poco a poco, la muralla que había erigido a su alrededor empezó a agrietarse. Marinette Dupain-Cheng, con su energía y amabilidad, había sido una de las primeras en intentar acercarse. Marinette no se dio por vencida. Aunque ella seguía manteniendo una distancia emocional, esas interacciones comenzaron a teñir su vida con un poco de calidez.

También, como fue  su primer encuentro con la oscuridad de París volvió a su mente. Había sido testigo de una akumatización, una experiencia que la dejó marcada. Recordó la furia en los ojos de Sabrina, transformada por el odio, y cómo un golpe la había arrojado al suelo. Esa vulnerabilidad la había hecho consciente de las sombras que acechaban bajo la superficie de la ciudad.

Recordó también que cada noche, al regresar al Hotel Le Grand París, un nuevo ritual se había establecido. En el pasillo, Chloé Bourgeois solía esperarla constantemente.  Algunas veces no decía nada, simplemente compartían un silencio cargado de significado. Otras veces, Chloé se quejaba del día, de su vida, de cualquier cosa. Y en raras ocasiones, hablaban cálidamente, compartiendo confidencias que sorprendían a ambas.

A medida que el sol ascendía, Yuna continuaba su paseo, sintiendo cómo el peso de sus recuerdos se desvanecía con cada paso. París seguía siendo un lugar complejo, lleno de desafíos y contradicciones, pero poco a poco, había comenzado a encontrar su lugar en él. Y mientras avanzaba por el sendero del parque, supo que, aunque aún quedaba mucho por descubrir, ya no estaba completamente sola.

Después de su paseo matutino, Yuna se dirigió a la panadería Dupain-Cheng, como lo hacía cada mañana. La elección de desayunar allí en lugar del opulento restaurante del Hotel Le Grand París se debía a la autenticidad y calidez que encontraba en el pequeño establecimiento. La comida del hotel le parecía exagerada, demasiado formal y desprovista del encanto cotidiano que tanto apreciaba.

Al entrar, el familiar tintineo de la campanilla en la puerta le dio la bienvenida. El aroma a pan recién horneado y café inundó sus sentidos, y por un momento, sintió que estaba en casa. La panadería estaba llena de vida, con clientes charlando animadamente y el sonido constante de la máquina de café.

—¡Bonjour, Yuna!— Marinette la saludó con una sonrisa radiante desde detrás del mostrador. —¿Lo de siempre?.

Yuna asintió, respondiendo con su habitual calma. —Sí, por favor.

Mientras esperaba su café, observó a Marinette moverse con destreza y rapidez, atendiendo a los clientes y gestionando la panadería con una energía contagiosa. Esa vitalidad era parte de lo que la había atraído a este lugar. Aquí, Yuna no era solo una huésped anónima en un hotel de lujo; era una parte del día a día de esta comunidad.

Marinette volvió con una taza humeante y un croissant recién horneado. —Aquí tienes. ¿Cómo estuvo el paseo de hoy?.

—Tranquilo, como siempre.— respondió Yuna, tomando asiento en una de las mesas junto a la ventana.

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