1. Oscuridad

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Lo último que Michael recordaba antes de ese terrible golpe en la cabeza era que estaba harto de William, harto de Beth. De todos. Quería mandar a todos al demonio. Deseó con todas sus fuerzas que ese maldito hospital se incendiara. Tal vez con todos dentro.

Lo siguiente que supo fue que tenía su cabeza cubierta. Se encontraba amordazado, atado por las extremidades, y por lo que podía alcanzar a distinguir, un arma le apuntaba a su estómago.

Tenía una sola orden explícita de quedarse quieto, de no dar problemas. Lo hizo, a pesar de que internamente estuviera temblando de miedo.

Escuchó como si fuera un eco lejano todo lo que pasaba a su alrededor. Solo alcanzaba a percibir que, además del conductor que no tenía ningún cuidado, estaba su custodio y otro sujeto detrás de ellos. Supuso que estaba una camioneta.

Hablaban en otro idioma, o tal vez en código. Como fuera, igual si se referían a él, no creía que pudiera escucharlos, o incluso descifrar lo que le decían.

Mientras absorbía el olor a café rancio del pesado saco sobre su cabeza, se preguntó entre lágrimas silenciosas qué mal pudo haber hecho para que esos desalmados lo tuvieran cautivo. No era rico, ni era alguien muy destacado en su trabajo. Hasta donde recordaba, no se llevaba tan mal con nadie como para una consecuencia de esa clase. Y tenía razón. Michael era un tipo bastante promedio con unos hipnotizantes ojos azules.

Cuando el auto paró, sintió su corazón bajar a sus pies. Escuchó el grito ahogado de una mujer, forcejeos, instrucciones tajantes, cortas. Entonces el enojo con Beth se apagó por completo, y solo se mantuvo quieto para cerciorarse de que ella no fuera esa nueva víctima. Sintió el impacto de un cuerpo contra su costado que lo obligó a caerse sobre el asiento, ahora vacío.

—¡Cállate, perra!

Un golpe. La mujer tratando de gritar, forcejeando.

Una discusión en otro idioma, que se escuchaba bastante acalorada, entre el conductor y quien colocó a Michael en su lugar de mala gana. El arma volviendo a apuntarle al estómago.

La mujer jadeando. No. No era Beth. Beth tenía un timbre mucho más agudo, más penetrante y molesto. Hizo una lista de todas las conocidas que pudieran estar en la tercera fila de la camioneta. Por fortuna, no había muchas con las que hubiera contacto o estima como para que le importara.

Trató de regular su respiración para poder analizar mejor el panorama. Fue demasiado el tiempo que estuvieron sobre el asfalto, luego un camino irregular, luego uno empedrado. Asfalto otra vez. Quiso calcular el tiempo, pero se sentía como si fueran años, aunque el viaje solo tomó poco más de una hora.

Escuchó la puerta deslizándose, y el aire frío entrando. Lo empujaron fuera del vehículo. Risas dolorosas de un sujeto. Sintió sus piernas liberándose y, cual perro, lo tomaron por la corbata para obligarlo a levantarse.

Ahí estaba de nuevo el cañón contra su cuerpo. Estaba frío. Michael tuvo que caminar a ciegas, tropezando con irregularidades y paredes. Escuchó cómo la mujer no se quedaba atrás, tal vez protestando por algo que le hacían entre brinco y brinco. Solo esperaba que no le tocara un destino peor a ella.

Después de un corto recorrido, empujaron a Michael contra una pared, y a la mujer, contra él. Un portazo. De pronto, silencio. Quietud.

Cada uno se encargó de que sus manos atadas, así como sus espaldas, tocaran la pared. Como un pacto implícito, se dedicaron a esperar sentados en el piso.

No podían verse, hablarse. El tocarse, así fuera un roce, podría significar una bala en la cabeza, según sus estimaciones. Por lo que solo se conformaron con estar uno al lado del otro, sintiendo su mutua compañía.

Operativos invisiblesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora