2. Respirar de nuevo

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Michael estaba en medio de una introspección. Por una parte, estaba seguro de que en cuanto lo liberaran, si es que lo hacían (por favor, que así sea), dejaría de perder el tiempo. Terminaría su insana relación con Beth, renunciaría a su trabajo, le diría a William exactamente lo que pensaba de todos sus pésimas decisiones respecto a...

¿De verdad? ¿Incluso privado de su libertad estaba pensando en cuánto le irritaba su sola existencia?

Esa batalla ya estaba perdida desde hace mucho. No tenía caso seguir pensando en los hipotéticos escenarios de qué hubiera pasado si, por ejemplo, se hubiera regresado a Inglaterra con su madre, o si hubiera seguido con su pasión de ser detective. Sí, claro. Michael siendo detective.

Si Beth no hubiera tenido razón acerca de que esa vocación era una pérdida de tiempo para él, Michael ya hubiera descubierto dónde se encontraba. Ya se hubiera desatado. Ya hubiera resuelto quién estaba a su lado.

Sin embargo, habían pasado cerca de tres o cuatro días, y aunque ya no tenían mordazas, el cuarto donde los habían encerrado estaba completamente a oscuras. No podían ver más allá de su nariz. La poca comida y el agua la arrojaban por el suelo. La mujer con la que compartía celda apenas susurraba "sí", "no", pero Michael nunca fue lo suficientemente valiente para pronunciar una pregunta de más de tres palabras juntas. Comenzaba a pensar que perdía sus habilidades de habla.

Cada uno había tomado su propio lado de la habitación. De manera instintiva, Michael tomó el que estaba más inmediato a la puerta, y la mujer se había quedado en la esquina contraria. Él solía pasar sus días con la espalda pegada a la pared, escuchando todos los sonidos a su alrededor, intentando descifrar qué significaban los gritos del otro lado de la puerta. En qué idioma gritaban.

Para el quinto día, según sus estimaciones, cuando Michael estaba acostado boca arriba en el suelo sin importarle lo que sea que se arrastrara a su lado, la puerta se abrió de súbito, y la luz lo cegó de inmediato. Volvieron a colocarle la bolsa. Esta vez no hubo necesidad de atarlo. Se habían cerciorado de que viera la escopeta antes de tapar su vista y lo amenazaron con ella a su espalda.

De nuevo a la camioneta. Ese viaje fue más corto en una pendiente hacia arriba. No más de veinte minutos, tal vez. Un par de gritos, y el sujeto a su lado lo tomó con fuerza por el hombro. Escuchó la puerta a su lado deslizándose y pensó lo peor.

Por acto instintivo, comenzó a gritar, temiendo por el frío aire que lo golpeó de súbito.

—¡No! ¡Esperen! ¡Por favor!

El hombre a su lado lo empujó con fuerza, y Michael rodó pendiente abajo entre maleza seca, piedras y animales. Cerró los ojos por instinto, e intentó guiar sus manos hacia su cabeza para protegerla, pero no conseguía siquiera hacer que sus extremidades le respondieran.

Sentía sus ropas rasgarse, atorarse con lo que estuviera en su camino, su piel abriéndose, y su sangre dejando finas marcas por el lugar. Y por fin, un golpe en su costado paró su pequeño viaje.

Reprimió un quejido. Si habían ido tras él, que no supieran que seguía vivo.

Un tronco de apenas veinte centímetros de alto fue lo que detuvo su viaje. Ni siquiera le importó lo que fuera que vivía en él. Todo lo que importaba era que por fin podía quitarse el saco de café rancio de la cabeza.

Vio las estrellas. La luna. Estaba afuera.

No podía creer que estuviera vivo, que tuviera su cabeza recostada en el pasto. Que sintiera la brisa nocturna recorrer su cuerpo. Ya no tenía zapatos, su camisa había perdido un par de botones, pero estaba bien. Se tomó un momento para dejar qué sus ojos se llenaran de lágrimas, para sentir el frío a su alrededor, para suspirar con libertad.

Operativos invisiblesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora