20. El doctor y el detective

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William estuvo un poco decepcionado al no encontrar al paciente con la cortada en el brazo. No solo estaba desanimado, sino también furioso. Se le antojaba tomar el bisturí y abrir la carne de quien fuera que se cruzara en su camino. Necesitaba llenar ese vacío de señalar a alguien como culpable.

Respiró profundamente. Había aprendido a la mala que no ganaba nada con inculpar a alguien al azar, sino que podía poner en riesgo lo que había trabajado.

Tal vez solo un corte. Uno pequeño. Podría suturarlo enseguida. De cualquier manera, ese paciente no sentiría dolor. En teoría.

Se cercioró de que no hubiera nadie cerca, de que los guantes de látex fueran nuevos. De tener todo el instrumental cerca de él, y con cuidado apoyó la navaja del bisturí en el muslo del hombre.

Sentir la carne abriéndose a su voluntad le daba una sensación extática que solo podía comparar a un adicto inhalando droga. Lo sabía. Lo pensaba repulsivo, pero a la vez sentía adrenalina al ver la sangre en sus guantes y ser el único con la capacidad de frenarlo y curarlo. No hacía falta decir que se sentía como Dios.

Vio el rostro del paciente, en calma. Sus signos vitales estables. Ese hombre estaba en un coma profundo, lo que fue excelente para los seis puntos de sutura que le hizo. Una venda, una gaza, y ya podía registrar su visita como inusual.

Sin embargo, el tener esa clase de control sin que nadie se diera cuenta fue el mejor remedio que tuvo contra el sueño.

Sonó su celular cuando él estaba lavándose las manos. Tenía una política personal muy estricta de no tomar sus objetos personales sino hasta que acabara todos los protocolos del hospital, así que dejó sonar el celular por un largo rato. Una vez que se secó las manos con la toalla de papel, devolvió la llamada.

—No quise molestarlo, doctor. Pero el detective Trembley quiere verlo. Tiene una orden de cateo.

Claro que volvería. Estaba seguro de que así sería. Si se apresuraba, solo contradiría todo lo que estableció la última vez que se vieron. William se tomó su tiempo en el baño para corroborar su aspecto; su cabello rubio bien peinado hacia atrás, su bata impecablemente blanca. Nada de residuos de comida en sus dientes. Caminó con calma a una de las salas de doctores y tomó un vaso de café. Nada de azúcar. Procuró tomar un buen trago antes de caminar. No quería causar accidentes.

Subió dos pisos por las escaleras, pues al menos procuraba estirar las piernas de cuando en cuando. Unos minutos de ejercicio cardiovascular no le hacían mal a nadie. Luego fue hasta el piso veintinueve, donde encontró a un detective rubio con un rostro nada amable, al lado de su compañero con semblante hastiado.

—Buenas...

—Tenemos una orden para entrar a inspeccionar su equipo de seguridad, Armstrong. —Joey alzó el papel hasta la nariz del doctor.

—Buenas noches —susurró David a su lado.

—Excelente, detective, muy buen trabajo —dijo, condescendiente.

—Abra estas malditas puertas de una vez por todas, antes de que las derribe.

William pudo haberse divertido un poco más, pero necesitaba que Joey estuviera distraído. De inmediato llamó a una de sus asistentes, quien enseguida llegó con la llave.

El doctor dejó que los detectives se tomaran su tiempo para inspeccionar el cuarto lleno de consolas y pantallas.

—Me ofrecería a explicarles cómo funciona, pero no tengo idea —mintió William.

Se quedó con la espalda pegada a la pared mientras veía cómo Joey y David tomaban asiento frente a los monitores. Tampoco era su primera vez investigando sistemas de seguridad.

Operativos invisiblesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora