catorce. cuando el príncipe y el cisne son obvios

213 35 30
                                    




—Si no somos amigos, entonces... ¿qué somos? —preguntó Agustín a escasos centímetros del rostro pecoso de Valentín, quien ya se encontraba sonrojado y con sus ojos bien abiertos conectados con los del contrario, no quería moverlos de ahí porque sabía que si se tentaba demasiado al bajarlos iba a cometer una estupidez.

¿Qué haría si lo rechazaba? ¿Y si estaba jugando con él? ¿Qué clase de amigos se quedaban tanto tiempo mirándose como idiotas?

Para el colmo, qué era esa pregunta, qué podía responder sin exponerse a que suponga que algo le pasaba con él. O peor, que en serio piense que lo odie y se ponga mal con esa respuesta. Él podría llegar a morir si lastimaba a Agustín -otro descubrimiento del momento sobre sus sentimientos-.

Ni hablar que estando a esa distancia podía distinguir distintos tonos de verde, amarillo y gris en sus ojos. Deseaba que no pudiera leer a través de los suyos, porque le confesaría hasta el más ínfimo de sus sentimientos.

Tenía que dejar de mirarlo de inmediato. Entonces admiró las pestañas largas y sus cejas pobladas, el caramelo de su piel y el sonrojo de sus pómulos definidos le hizo ilusionar que tal vez si acortase un poquito más esos centímetros él podría demostrarle que...

—¡Agustín, llegué!

La voz de una mujer mayor se escuchó desde la entrada de la sala y Valentín, dándose cuenta de lo que había estado a punto de hacer y probablemente por el fuerte susto que conllevaba que lo descubrieran, cayó desmayado, con su cabeza chocando contra el hombro de Agustín.

—Dale, Valu. Dejá de hacerte —Se rió Agustín, pensando que esto era una broma, y se quedó esperando a que el chico se levantara y le dijera que todo era una joda, pero después de unos segundos en que no tuvo respuesta lo empezó a mover al pelirrojo que no reaccionaba a ninguno de sus llamados. —¿Valentín?

Lo movió otra vez y la cabeza del pecoso se deslizó por el costado listo para caer al piso, pero por suerte fue más rápido y lo pudo atajar con ambas manos, abrazándolo contra su pecho para que no le vaya.

—Gus, no sabés lo que me dijo el taxi... —Alzó la mirada y se encontró con su abuela parada en la puerta del comedor. —¿interrumpo algo?

El rostro de Agustín se pintó de mil colores y de inmediato se quiso levantar del suelo, pero el cuerpo de su compañero seguía sin reaccionar, tirado sobre él como una bolsa de papas.

—No, no, no, Niní. Él... —Los levantó a ambos, abrazando a Valentín para que no se le escape. —Él es Valentín, es mi...

—¿Qué le pasó? —Preguntó la mujer acercándose a su nieto con cautela.

—Creo que se le bajó la presión —Murmuró dirigiéndose hasta los sillones de la sala con el pelirrojo sobre su espalda. Al llegar, lo dejó en uno de estos. Parecía tan pacifico, aunque mantuviese el ceño fruncido entre medio de las valijas. —Fue justo cuando entraste a la casa.

—Pobrecito... —Miró al adolescente y luego a su nieto. —¿Y vos, mocoso? ¿No me vas a saludar?

De inmediato, el dueño de casa rodeó los sillones y se lanzó a abrazar a su abuela con todo su cariño. —Te extrañé mucho, Niní.

—Yo también, hijo —Acarició los rulos del adolescente con ternura. —Cuando tu mamá me dijo que se iba a extender su estadía allá en Berlín, dije que tenía que venir a verte.

La sonrisa de Agustín decayó. —¿Más tiempo en Berlín?

—A mí tampoco me gusta que te dejen tanto tiempo solo, mi niño —Se apartó ligeramente de su nieto y le sonrió mientras le pellizcaba el cachete. —Pero ahora estoy yo para acompañarte. Ahora, tengo hambre. ¿Sabés las horas que llevo sin comer?

puntillas de pie a tu corazón {gialen}Donde viven las historias. Descúbrelo ahora