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Estaba perdido, y Ronny lo sabía muy bien.
Un grito gutural le trepó por la garganta dejándole la sensación de que se había, si era posible, rasgado las cuerda vocales. No le importó. Tomó aire, sintiendo todo el calor de la impotencia, el desespero, y la frustración acumularse en su rostro. Estaba sofocado.
Si algo detestaba Ronny con todas sus vísceras, era la sensación de no estar al control. Eso lo desquiciaba hasta convertirlo en un ser irreconocible. Cada día de su existencia pensaba en que, si siendo un niño hubiese tenido la capacidad de controlar todo a su alrededor, se habría ahorrado muchos desaires y dolores. Por esa razón, al convertirse en hombre, se juró jamás perder lo que le era tan preciado. El control.
Pero acababa de fallarse a sí mismo. De hecho, si se analizaba más introspectivamente, podría darse cuenta de que había sido un imbécil desde el segundo en que había dejado la puerta del ático abierta con Dalia dentro. Su padre estaría decepcionado. Había fallado desde el momento en que pensó en ofrecerle a Dalia un trato diferente del que merecía, nada más y nada menos que el trato de un animal, porque en eso se había convertido, un animal, digno de morir. Una perra.
Ronny tomó asiento en uno de los muebles del salón con una botella de alcohol etílico endulzado en la mano. Lo había preparado él mismo, y era la quinta botella que ingería al caer la tarde, donde perfectamente podía ver un hilo de luz colarse por el ventanal que tenía cubierto con un edredón azul oscuro. La luz del sol dejaba en evidencia la capa de polvo que invadía el salón. Ronny estaba seguro de que no solo el salón tenía dejes de descuido, sino toda la casa y sus tres pisos. Pero no le importaba en absoluto.
A eso lo había reducido esa mujer, la que había amado, por la que había abandonado su vida, su estabilidad. Ahora, se encontraba en North Bay escondido como una rata, una sabandija; viviendo una vida de promiscuidad cuando le habría dado todo a ella, cuando le habría bastado con ser solo de ella si Dalia se hubiese comprometido a ser única y exclusivamente suya. Pero Dalia había sido testaruda, obstinada, y no había querido aprender las lecciones que él le había querido enseñar porque eran lo mejor para su bienestar, porque la amaba. Pero eso ya no era, y no podría volver a ser. Jamás.
Lo único que rondaba su mente desde la noche en que había visto a su mujer con ese oficial, era sed de venganza. De solo pensarlo le escocían los ojos y le hervía la sangre. Sentía ganas de apretar la mandíbula hasta partirse todos los dientes. Cada vez se sentía más incontrolable.
Todavía le subía la bilis por la garganta cuando recordaba el momento en que se vió expuesto como una paria de la sociedad ante la gente del pueblo.
Había ido a una tienda de abastos que se hallaba, casualmente, cerca de la estación de policía del lugar. Solo quería comprar unas cervezas. Llevaba días sosteniendo relaciones con diversas mujeres a las cuales trataba con agresividad, desfogando así su ira reprimida. Ellas no eran como Dalia, pues lo disfrutaban y lo dejaban hacer como él quería. Sin embargo, ninguna era ella, nunca podrían serlo.Ese día estaba agotado, y el tabaco, y las mujeres, habían sido su único desahogo. Lo único que deseó en ese momento fue llegar a su turno en aquella interminable fila, pagar unos cuantos dólares, y largarse para concretar su cita de la noche. Pero no había podido avanzar. En una de las paredes del recinto enfocó un cartel en una hoja tamaño carta con su fotografía a blanco y negro en ella. Lo estaban buscando a él, imputándole cargos tales como privación de la libertad, intento de homicidio, abuso, y otras barbaridades que no pudo seguir leyendo porque había empezado a ver rojo de la ira.
Con lentitud, salió de la fila para dejar las cervezas justo donde las encontró. Sintió el sudor frío correrle por la espalda y las mejillas y salió, poniéndose la capucha de su suéter verde militar sobre la cabeza metros después. Como alma atormentada, aceleró su Chevrolet a fondo hasta refugiarse en esa recóndita granja que había sido de su padre a una hora del pueblo a pie. Sabía que si lo hallaban allí, tendría sesenta hectáreas de bosque que conocía como la palma de su mano para refugiarse. Desde entonces, no se había atrevido a poner un solo pie en el centro de North Bay, ni en sus esquinas, ni en ninguna parte. Ahí estaba él, un hombre cuyo orgullo era de acero reducido a vivir en la penumbra, como criminal y forajido so riesgo de perder su libertad. La policía estaba buscándolo, lo sabía.
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El martirio de Dalia
عاطفيةCRÉDITOS POR NUESTRA HERMOSA PORTADA A @SucreStars En una batalla entre dejar su pasado atrás y enfrentar lo que le deparará el destino, una mujer de veintinueve años lucha contra la oscuridad y la luz que buscan ganar un lugar definitivo en su cor...