03| Consternado

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❝Los enemigos del hombre son los de su casa.❞

Encontraría a Zecharias Darzi aunque tuviera que levantar Ciatira piedra a piedra. Ciatira era una de esas zonas compuesta de barrios marginales en los que detestaba entrar: el cielo adoptaba un tono terroso, ya que aún no limpiaban los últimos escombros ni el azufre se había disuelto en el aire. Los niños de la calle observaban a los soldados con un odio tan intenso que les oscurecía los ojos; los padres tapaban las ventanas. Se hacía un silencio sepulcral, interrumpido solamente por los motores de los camiones militares, y Mikhael, desde el asiento de copiloto, desbloqueaba el seguro del fusil.

No cosería a nadie a tiros. Solo la usaría ante una señal de amenaza personal, lo cual rara vez pasaba porque Sekulets había prohibido las armas para civiles.

—Quiero que pregunten a todo el mundo —le indicó a su capitán, que conducía el camión, refiriéndose a los soldados—. Hasta que no encontremos a Darzi, no nos iremos.

Mikhael se bajó del camión poco después de haber entrado al barrio. Con su uniforme azul limpio y la cara cubierta, recorrió la calle de tierra a pie, con el fusil entre las manos. Sentía que lo observaban desde las rendijas de las persianas y entre las bisagras de las puertas, y aunque sabía que tenía un poder que ellos no, por alguna razón le daban escalofríos.

A una distancia prudente, vio a sus soldados empujar las puertas, o tirarlas abajo cuando nadie respondía, y entrar en las viviendas para preguntar por Zecharias Darzi. Aun si les decían que no estaba allí, revisaban la planta, los garajes y desván, y el patio. Mikhael, pese a que no los perdía de vista, seguía con la mirada los techos planos de las casas rojas y grises, en busca de movimiento sospechoso.

Pero dentro de su corazón latía un presentimiento de que, en realidad, lo que buscaba se hallaba bajo sus pies. No obstante, si clavaba los ojos en la tierra y el polvo, conforme apartaba piedras con la punta de las botas, una amarga sensación de inquietud se apoderaba de él.

No quería comprobarlo. No quería bajar a los túneles ni investigar el alcantarillado. En un barrio tan miserable como aquel, donde la mayoría de la gente tenía historiales de familiares que había escapado al desierto, o en prisión por delitos menores, o desaparecidos, lo más probable era que ellos mismos estuviesen pensando en huir antes que enfrentarse a los soldados.

Tardó un momento en notar que se había detenido. Le palpitaba el corazón tan fuerte que creyó que le daría taquicardia. Las palmas de sus manos sudaban, protegidas por guantes. Pero no era el calor. Miró alrededor, con la esperanza de que nadie reparase en que le temblaba el pulso.

Siempre que pensaba en los túneles, le pasaba.

—¡Señor!

El capitán, que se acercaba trotando hacia él, con su cara cubierta y el chaleco antibalas ajustado, le señaló el camino más adelante.

—Capitán.

—Solo vive la madre de Darzi —le informó, monótono—. Dicen que su hermano salió del país.

—Entonces está muerto. ¿Cuál es su casa?

—Su madre vive al final de la calle, detrás de esas rejas.

—¿Y Darzi?

—No, señor, viene a visitarla.

—¿Dónde vive Darzi?

—No lo saben, dicen que duerme en el metro.

Y Mikhael chistó por la frustración.

—Interroga a su madre, quema la casa si hace falta. ¿Le diste alguna recompensa al que te lo dijo?

Los Cinco SéptimosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora