❝No es esclavo aquel encadenado, sino aquel ignorante de las cadenas.❞
Eran las tres de la tarde de un sofocante día de finales de agosto. El cielo mostaza de Raqz se había convertido en un invernadero que alimentaba las llamas y la desesperación. Los Vigilantes de las fuerzas armadas berajís se habían adentrado en el barrio, tras una denuncia presentada por supuesta sedición, para registrar la casa y a las personas que vivían en ella, pero no encontraron nada.
Mikhael Steinekov, el comandante, había ordenado a sus hombres que se detuvieran cuando captó por el rabillo del ojo a alguien espiando desde una ventana.
—¡Entrad y sacad a todo el mundo!
Tiraron la puerta abajo y Mikhael observó a su capitán agarrar al hombre que se acercaba a abrir desde el otro lado.
—Sabemos que tienen mil copias de un libro que difama al Sadarael. ¿Dónde están?
A esa distancia, Mikhael podía ver la ansiedad materializándose en el pecho de aquel hombre. Como ya suponía, no era berajís. Por detrás de él, contra la puerta que daba a la cocina, le pareció que alguien, una mujer, se asomaba, pero tenía la cabeza cubierta, así que solo alcanzó a reconocer una masa negra.
—No tenemos mil copias.
El capitán lo empujó contra la pared y dio permiso para que el resto de hombres se desplegaran.
—¡Quiero que me traigan esas copias!
Mikhael, de brazos cruzados, no quitó la vista del capitán ni del hombre que había pegado la espalda al muro. No hallaron las copias, pero al entrar a la fuerza en la casa vecina, alguien delató dónde estaban escondidas las copias: dos viviendas más abajo.
—Busca a los copistas —le ordenó Mikhael al capitán Zemir— y a los que ocultaron estos papeles. Si no te dan un nombre, quema la maldita casa. A los que salgan, nos los llevaremos.
Siempre era el mismo procedimiento. Terminarían quemando la casa porque los psarias* no se traicionarían entre sí, así que Mikhael hizo pedazos los papeles sin el sello del Sadarael, el regente Sekulets, las siglas "S.S", y las lanzó a las llamas. Oyó al hombre gritar que había niños en la vivienda e hizo una mueca de asco. El llanto de la mujer ya le causaba migrañas.
—¡Todos deberíais estar muertos! —les gritó, rasgándose la voz, conforme los veía salir, detenidos; el calor de las llamas le rozaba la frente—. ¡Está prohibida la creación de otros materiales, ya lo sabéis!
Si no les quitaban las copias, esas en las que insultaban al Sadarael, las replicarían. El trabajo de Mikhael Steinekov era impedirlo.
Cada vez que vigilaban algún barrio, al menos una casa acababa quemada y un niño huérfano, o un padre sin hijos, y otro preso o calcinado. En esos últimos siete años, no habían recurrido a la fuerza más que cuando se presentaban denuncias en contra de una persona específica, pero al principio, hacían visitas recurrentes cada semana. Luego, tres o cuatro días más tarde, pasaban con los camiones del ejército y apilaban los cadáveres en la zona trasera para depositarlos en el vertedero, en la isla.
Para cuando el capitán alcanzó el mismo camión que Mikhael, las cenizas se condensaban en el aire de tal manera que no podían bajar las ventanillas.
—¿Quemaste todas las copias?
—Cada una, comandante, once en total.
—Son pocas.
Los encarcelarían aquella noche y a la mañana siguiente los llevarían a juicio, porque en cuarenta y cinco minutos saldrían el Roi, que era el segundo hombre al mando, y el Sadarael, el regente, al Balcón a escuchar al pueblo. Así se hacía cada día desde hacía siete años, porque el pueblo berajís siempre tenía algo que pedir.
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Los Cinco Séptimos
Science FictionMikhael solía cuestionarse todo lo que hacía, pero no confiaba sus dudas a nadie. Se limitaba a decir lo que le enseñaban, a hacer lo que le ordenaban y a sentir lo que indicaban. Llevaba tantos años dejando que otros pensaran por él que no comenzó...