20 | Osado

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❝Ellos derramaron sangre, así que dales a beber sangre.❞

Las losas azules y blancas estaban descoloridas y rotas; una grieta que Taylor siguió con la mirada en el muro izquierdo finalizaba en un lavabo de cemento, cubierto de polvo y tierra que había caído del techo y, en el rincón, se alzaban los cubículos, del tamaño de cabinas telefónicas, pero de gruesas paredes de concreto. Una corriente fría se filtró entre las rendijas de la única ventana, que daba a la superficie del patio en la prisión.

A pesar de que había oído claramente que era una ducha, se negó a creerlo. Debía ser una cámara de asfixia o de agua helada. Tal vez lo hervirían vivo. Pero justo cuando sentía sus flacas pierdas doblarse por la fragilidad, el soldado se giró y lo sostuvo por los hombros.

—Cálmate de una vez. No hay tiempo y necesito que me prestes atención.

No le estaba hablando en inglés, sino en berajís.

Los dientes de Taylor tiritaron. El soldado se retiró el pasamontañas, porque la tela limitaba su periferia visual, y Taylor contuvo el aliento. Tendría unos diez años más que él, llevaba el fuerte cabello negro sujeto detrás de la cabeza; los ojos avellana, redondos y en guardia, se hundieron en los de él, que contuvo el aliento para no caer en una crisis de pánico.

Pero el soldado respiró profundamente.

—Báñate rápido —le dijo—, porque no debería estar haciendo esto, aunque si dejas de quejarte habrá valido la pena. No hay agua caliente.

Taylor trató de parpadear, pero sus pestañas se habían congelado. Se preguntó si estaba soñando. Quizá se había quedado dormido en la celda. No era justo que le estuviera ayudando cuando otras personas estaban en peores condiciones que él. Era un egoísta.

—Pero... —Tragó saliva; la garganta se le cerraba por la sequedad—. Elis necesita bañarse más que yo, ella tiene...

tienes cuatro minutos. Haz lo que quieras con ese tiempo.

Para su sorpresa, lo dejó solo. Y Taylor no perdió el tiempo. No le darían otro cambio de ropa, así que lo primero en lo que pensó fue, en vez de bañarse él, enjuagar y frotar su mono hasta dejarlo lo más limpio posible.

Cerró tras de sí una de las pesadas puertas despintadas para descubrir que las duchas no estaban separadas unas de otras por ninguna clase de pared: el suelo, una especie de baldosa con desagüe, unía los cinco grifos. A su derecha, y al final de la baldosa, el recinto era cercado.

Se echó hacia atrás en cuanto el agua congelada, al abrir la llave, lo salpicó. Se le erizó la piel, sus piernas tiritaron. Pero se concentró en desabotonarse los botones uno a uno, rozando con la espalda la pared. El agua repiqueteaba contra el piso como si las gotas se transformaran en granizo: se rompían y chasqueaban, y al bajar la vista, Taylor se dio cuenta de lo sucio que estaba ese baño.

Debía de llevar años abandonado. Había moho en las grietas de la pared, sarro en las esquinas de las losas y un asqueroso líquido rojizo, marrón, que debía haber estado adherido al hierro del grifo desde siempre.

Pero aún no había alcanzado los botones de su abdomen cuando, mientras buscaba desesperadamente algo que usar a su favor, aunque fuese un pedazo de tubería o una ventana por la que escapar, sus ojos se fijaron en una rejilla al final de la ducha, por los que se colaba el agua amarillenta que brotaba y se escurría por los alrededores de la válvula del agua.

Quizá sí quepo.

Era una locura, pero le quedaban unos tres minutos en los que intentarlo. De modo que, de puntillas, se acercó a la rejilla de drenaje. Estaba tan oxidada que, aunque al principio pensó que necesitaría algo con lo que hacer palanca, tan solo metió los dedos entre los viejos barrotes y tiró.

Los Cinco SéptimosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora