08 | Prosélito

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❝ Para que no sean libres, no les dejes ni sospechar que están encerrados.

Llovía cada vez más fuerte. Taylor logró refugiarse bajo el balcón de una estrecha callejuela, donde pasó la primera parte de la noche. Se sentó en el escalón seco, apretados los puños hasta hundirse las uñas en las palmas de las manos, porque no soportaba a Mikhael. No tenía ni cerca de treinta años, ni la mayoría de edad tan siquiera, pero entendía a la perfección que un número no determinaría su madurez. Y era suficientemente maduro como para odiar a Mikhael.

Zecharias siempre cruzaba las fronteras entre ciudades, Daniel siempre se arriesgaba para conseguir mantas, leche y pan para los que vivían en los túneles, e incluso Mikhael, que no era uno de ellos, podía abrir la boca para decir lo que pensaba. Pero a él nadie le preguntaba ni siquiera cómo se sentía.

Había conseguido empacar unas cuantas cosas en su mochila, pues no poseía mucho, y esa noche la usó de almohada y para protegerse la cabeza de la lluvia.

Impuesto el toque de queda, estar en las calles cuando los Vigilantes podían recorrerlas era arriesgado. Las condiciones climáticas habían empeorado a causa de los incendios al punto de obligar a los soldados a circular en camiones.

Taylor, con la capucha sobre su largo y lacio cabello, apenas pudo dormir, así que emprendió el camino hacia la frontera antes del amanecer, evadiendo las plazoletas y avenidas más amplias. No estaba seguro de a dónde iba, pero confiaba en que, si continuaba en línea recta, llegaría tarde o temprano a los límites de Ciatira y podría cruzar a Sardes.

Tal vez pasar toda su infancia en un búnker, y dos años en una cabaña, lejos de la sociedad, debido a las represalias militares, lo había alienado. Pero si Zecharias o Daniel, quienes más salían de la casa, le hubiesen enseñado a relacionarse con la gente, no estaría tan nervioso.

No habían decidido vivir escondidos, ni encerrados, sino que sencillamente sucedió.

La humedad del intenso calor había desgastado las fachadas y disuelto la pintura de las paredes. Taylor, protegido por su anorak, caminaba a paso rápido, como si alguien fuese a reconocerlo, y echaba la vista atrás cada dos minutos para confirmar que nadie lo seguía. Conforme el cielo se aclaraba, a través de las densas nubes de polvo, vio rostros sumidos en la soledad gris de la incertidumbre.

Nadie habría imaginado que su mundo cayera tan vertiginosamente en semejante crisis. Después de que se levantara la contingencia, el país había sido fumigado. Los norteamericanos, cuando su país se hundió, se esparcieron por aquella zona de Oriente, y su familia tuvo la suerte de iniciar el proceso residencial antes de que se cancelara la expedición de pasaportes y visados.

Yakov Sekulets y el Roi salían todos los días al Balcón del palacio y escuchaban las peticiones del pueblo que tanto amaba. Si le pedían comida, ordenaba que abastecieran el comedor general y la única cadena de supermercados; si se quejaban de los precios, regalaba vales de puntos mensuales; si decían que el metro no funcionaba bien, abría una línea directa entre ciudades. Y el país se callaba otro tiempo.

Vio alzarse la valla de la frontera, ensartada en el grueso muro tras las cabinas de los soldados. Debía esperar de pie y en línea como todos los demás; sin embargo, al darse cuenta de que la fila humana se desplegaba desde la estrecha puerta del muro hasta la segunda rotonda, resopló.

Tenía hambre.

Rebuscó en sus bolsillos por vales, pues prefería esperar a que la fila avanzara con pan caliente entre las manos, pero también debía ahorrar cada punto. De modo que decidió ajustarse la mochila al hombro y recorrer la frontera a lo largo por si había otra puerta, o un hoyo en el muro, hacia la ciudad de Sardes.

Los Cinco SéptimosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora