04| Controversial

10 4 50
                                    

❝Toda cabeza está enferma, y todo corazón doliente

Tres días más tarde, Mikhael recibió el alta para marcharse del hospital. Le habían envuelto los brazos y el torso en vendajes esterilizados, hecho exámenes para descartar infecciones y daños en los huesos. El cirujano plástico le pidió que continuase tomando medicamentos una semana más para disipar el dolor de las heridas y los injertos, y tras dos sesiones de fisioterapia para que conociera los ejercicios que debía continuar en casa, Mikhael se presentó en el mostrador de información.

—Todo está pagado.

Mikhael le sostuvo la mirada al muchacho al otro lado del cristal. En el reflejo, veía el apósito que cubría la herida en su frente, y los espacios carbonizados en su cabeza que seguirían rosas durante varios días.

—¿A nombre de quién?

Tras unos segundos de silencio, mientras revisaba los datos en la pantalla de la computadora, el chico despegó los labios.

—Emmanuel Garáz.

Mikhael asintió, pero probablemente olvidaría el nombre. Ni siquiera recordaba bien su rostro. Pero si lo volvía a ver, se había jurado que se lo agradecería.

Si el mexicano hubiese sido un poco más lento, no habría sobrevivido. Se habría quemado articulaciones y huesos, y su piel habría quedado irreparable. Por suerte, con morfina calmaría el dolor. De camino a la estación, pensó en cómo reaccionaría Celeste cuando lo viera.

Solía decir que él exageraba sus heridas, pero esta vez no eran imaginaciones suyas. Necesitaría fisioterapia y limpieza diaria. Pero al acordarse de ella, pensó también en el capitán Zemir, en el Teniente Yilmar y en sus soldados. Ninguno había llamado ni visitado los hospitales de Ciatira. La llaga en su corazón continuaba en carne viva, porque nunca hubiese esperado que lo abandonasen así. Sin embargo, cuando intentó pagar el billete del tranvía con sus huellas en la pantalla lectora, entendió lo que ocurría.

Le tomó medio minuto, pero después de que sus dedos fueran rechazados una y otra vez, cayó en la cuenta de que lo habían dado por muerto.

Aunque tenía ampollas en las manos, sus huellas dactilares no habían sufrido daños. Podía rodarlas y se leerían. No obstante, ni siquiera su tarjeta fue aceptada.

Y la realidad de que lo habían dado de baja en el sistema de Vigilancia lo abofeteó.

Tuvo que reclamar en el departamento de quejas del tranvía, que de todos modos nunca llegaba a tiempo, que su tarjeta no funcionaba. Consiguió que le traspasaran sus puntos a un vale, aunque no se sintió humillado, como sí habría pasado hacía una semana, por ejemplo. Al revés, soltó un suspiro de alivio al obtener una afirmativa, porque lo primero que pensó fue que no habría forma de transferirlos si ya estaba eliminado del sistema.

De pie en el tren, se dijo que no podría entrar por la puerta principal. Estaba anocheciendo para entonces, de modo que aprovecharía la oscuridad y se infiltraría a espaldas de las residencias. Su uniforme había quedado inutilizado, pero el hombre que lo recogió también dejó pagado el cambio de ropa. Con un mono azul, no se diferenciaba de los demás soldados.

Pero desde que puso el primer pie en el interior del patio de la comandancia, sintió la pesadez en el ambiente. A escondidas, caminando tan rápido como podía tras los edificios, ya que buscaba las sombras, se dirigía a la escalerilla de incendios de su residencia.

Pero no había llegado aún cuando reconoció los bucles del cabello de Celeste, que al otro lado de la calle, estaba rebuscando en su bolso la tarjeta que desbloqueaba la puerta.

Los Cinco SéptimosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora