19 | Desesperado

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❝No son ciegos los ojos, sino el corazón.

Una bandeja caliente esperaba a Taylor en su celda cuando regresó al caer el sol. El muchacho traía la garganta seca; gotas sucias de sudor bañaban sus mejillas, desde la frente hasta la barbilla. No se quejó cuando el soldado lo arrastró fuera del hoyo al atardecer, pero estaba seguro de que le desencajó el brazo del hombro, porque la punzada que lo penetraba hacia el centro de la espalda cobraba más fuerza con cada segundo que pasaba. El Vigilante había empujado la pesada puerta de hierro con un chirrido y luego pateó dentro al muchacho.

Había solo dos personas con las que había congeniado: un hombre de ojos claros que podría ser su padre, si lo conociera, y el niño de rizos. El hombre de ojos azules había perdido toda esperanza. Se sentaba en un rincón, con la mirada perdida, y hablaba de su hijo de tres años y de su perro, que había adoptado el mismo día que su bebé nació. No sabía sus nombres ni nunca se los había preguntado, ni ellos conocían el suyo.

Y cuando lo vio allí, cruzado de piernas contra la pared gris, ignoró la bandeja para centrar en él su atención. Desconcertado, frunció el ceño.

—¿No has ido a trabajar?

El otro negó con la cabeza.

—Ya terminé mi hoyo.

Estaba muerto en vida.

Taylor se sentó, aunque adolorido, y agarró la torta de pan para partirla y ofrecerle la mitad; luego mordió su pedazo. Nadie le había preguntado por qué solo lo alimentaban a él, ni tampoco les importaba.

De todas maneras iban a morir.

—¿Y ahora qué va a pasar?

Él se encogió de hombros.

—¿Quién sabe?

Taylor devoró el pan antes de lo planeado. Había llegado a un punto en que vivir o morir daba igual, pero cuando veía la comida, no podía evitar pensar en sí mismo primero.

Cansado, se frotó los ojos.

Su pelo rubio caía en grasientos mechones que le rozaban el pecho y el sarpullido se había extendido por su rostro quemado; como el picor le impedía dormir, la noche anterior se rascó hasta sangrar. Llevaba varios días con un virus estomacal, así que la celda ahora hedía debido a la suciedad, el vómito y fluidos en el rincón más lejano a la puerta.

Pero agarró el vaso de leche y, tras olerla para asegurarse de que no estuviera en mal estado, la probó. Casi sintió que el estómago dejaba de retorcérsele por el hambre.

Entonces la pesada puerta se abrió y el Vigilante asomó. Lo miró a los ojos. Taylor, sentado en el suelo, se petrificó. Y en cuanto este le pidió que se levantara, Taylor obedeció.

Los últimos dos días, el Vigilante le había traído galletas y pistachos, y en esa ocasión, Taylor se dio cuenta de que cargaba consigo un paquete de dulces. Lo acompañaba pasillo abajo, mientras el guardia tiraba del cable, y bajaban una escalerilla metálica en dirección al piso inferior.

No sabía qué había detrás de la doble puerta abatible, porque por el cristal solo veía los tubos fluorescentes del techo, pero en ese espacio entre la escalerilla y el pasillo, era donde el Vigilante empujaba la barandilla de un acceso y lo guiaba por otro largo pasillo, más oscuro, de paredes de ladrillo y no de planchas aislantes, hasta otra puerta rojiza.

Era un trastero. Enormes cajas de archivadores, registros del historial de los presos, reportes de la actividad de cada celda, documentos legales y administrativos, y fichas de los turnos de entrada y salida de los Vigilantes. En ese cuarto sin ventanas, el soldado sacaba, dobladas contra su pecho, debajo del jersey del uniforme, sobre la camiseta blanca, las hojas sin sello que había recuperado. Taylor las leía, para que el otro se eximiera de cualquier delito de haberlo leído él mismo, y luego el otro le preguntaba qué significaba eso.

Los Cinco SéptimosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora