❝La libertad de expresión siempre ha tenido un precio.❞
Dos chicles, un par de tiritas, envoltorios de caramelo arrugados, un bolígrafo sin tinta, catorce bálsamos labiales de tres tipos diferentes y una goma de pelo. Lo que Septiembre Lindsay cargaba en su gran bolsa de deporte y lo que sacó el oficial que buscaba su documentación.
—Ya le he dicho que no tengo nada más —repitió molesta.
Al atravesar el arco de seguridad de la aduana hacia Sardes, dentro de lo que parecía ser una pequeña caseta que en realidad contaba con un estricto sistema de seguridad, un estridente pitido la delató; aún así, no lograron hallar nada sospechoso en la muchacha excepto su cinturón de hebilla de metal.
—¿Cuáles son sus planes en Sardes? —le preguntó el oficial otra vez.
Septiembre resopló, despeinándose la cabellera rubia y rosa con energía. El aire caliente se filtraba bajo el techo de hojalata y la brisa solo empeoraba su sudoración. Respiraba humedad.
—¿Otra vez? Ver a unos amigos.
—¿La esperan allí?
—No, es una sorpresa. ¿Me puede devolver mis cosas?
Si no hubiese perdido la paciencia, quizá la habrían dejado cruzar, pero el oficial la analizó de la cabeza a los pies durante unos segundos y al final, la apartó de la fila humana hacia la esquina. Contra la gruesa pared de cemento, cubiertos por un techo de hojalata que podría partirse en cualquier momento, le pidió que alzara las manos y ella se negó.
—¿Por qué? —Septiembre parpadeó, perpleja; ya estaba alzando la voz como mecanismo de defensa—. ¡No es justo! ¡He cruzado mil veces y nunca me había pasado esto!
—¿Dónde está su vale?
—En mi teléfono porque le hice una foto.
—Si no quieres quedarte aquí una semana, colabora.
No estaba enojado. Al revés, cargaba cada palabra de tanta condescendencia que Septiembre, a regañadientes, se vio obligada a separar las piernas y aceptar que el soldado revisara sus cargos y los bolsillos de su sudadera.
Cansada y hambrienta, llevaba en la frontera desde temprano por la mañana y ya daban las tres de la tarde. Había visto a Taylor a unos metros de ella cruzando la puerta y no entendía por qué a él no lo habían sometido al mismo interrogatorio. Se habían intercambiado los números antes de separarse para corroborar que ambos hubiesen cruzado al otro lado sanos y salvos, pero ahora tenía miedo de que revisaran sus últimos mensajes.
Lo que le subió el corazón a la garganta fue sentir que cómo la mano que había registrado sus bolsillos estrujaba los papeles que Taylor le había dado. En la mano, el oficial sujetaba la bandolera más pequeña de la muchacha.
—¿Qué es esto?
Septiembre se giró y, sin siquiera pensarlo, abofeteó al soldado, que la sujetó por la muñeca con todas sus fuerzas.
—¿Qué demonios te pasa?
—Suéltame o gritaré —lo amenazó ella, pero él apretó con más fuerza a la chica.
—Grita si quieres. Nadie te oirá.
En cualquier otra circunstancia, Septiembre lo habría empujado y salido corriendo a través del detector de metales, hacia el otro lado de la cabina. Pero era un oficial tan grande, desde el ancho de la espalda a lo largo de los brazos, que supo que no podría contra él.
—Esto es abuso, estás abusando de...
—¿Por qué estabas leyendo esto? Esta prohibido.
Furiosa, pero asustada, Septiembre se retorció hasta librar la muñeca de la mano del oficial. Este le hizo una seña a otro, que vigilaba el detector de metales, y la chica empezó a temerse que entre los dos la matarían a golpes si continuaba mintiendo.
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Los Cinco Séptimos
Science FictionMikhael solía cuestionarse todo lo que hacía, pero no confiaba sus dudas a nadie. Se limitaba a decir lo que le enseñaban, a hacer lo que le ordenaban y a sentir lo que indicaban. Llevaba tantos años dejando que otros pensaran por él que no comenzó...